Mujeres como Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute representan a muchas otras que, durante el asfixiante franquismo, lucharon por tener una voz propia. Sin embargo, como cuenta Inmaculada de la Fuente en Mujeres de la posguerra, que recupera Sílex, tuvieron un referente, la de las que, en el espejismo de los años veinte y treinta, demostraron que no existía terreno vedado para ellas. Y de toda esa nómina extraordinaria, pocas tan únicas e inimitables como Maruja Mallo, un destello de color, entusiasmo, provocación y creatividad en un mundo que tendía sin remedio hacia el gris.
El suyo fue un exilio muy distinto del que soportaron los que malvivieron en la penuria. Algunos compatriotas le reprocharon que viviera bien en aquellos años
Mallo se llamaba en realidad Ana María Gómez González, y nació en Viveiro (Lugo), en 1902. Desde muy temprano, ya durante su estancia juvenil en Avilés, demostró un profundo amor por la pintura, que explotaría más tarde cuando, en 1922, su familia se trasladó a Madrid y comenzó a estudiar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde trabaría una gran amistad con Salvador Dalí, para quien la pintora era "mitad ángel, mitad marisco". Pero, con el tiempo, lo encorsetado del plan de estudios y la cerrazón ante las novedades, la llevó a abandonar la academia.
Durante esos años, Mallo se convertiría en un miembro de la Generación del 27, la misma en cuyo recuento se obvia a las mujeres. Muy cercana a Dalí y Lorca (Buñuel no la soportaba, entre otras cosas por su opción por el amor libre, lo que le llevó a decir sobre ella con desprecio: "¡Queda abierto el concurso de la menstruación!"), se convirtió en compañera inseparable de Concha Méndez.
Una mujer independiente
Ambas figuraron entre las iniciadoras del movimiento de las "sin sombrero", un grupo de jóvenes intelectuales que escandalizaron a la sociedad por atreverse a salir a la calle sin esa prenda. Y es que a ambas, también amigas de María Zambrano o Rosa Chacel, les encantaba acudir a las conferencias académicas para plantear preguntas comprometidas, o contemplar burlonamente desde los escaparates lo que pasaba dentro de las tabernas, en un momento en el que les estaba prohibido entrar en ellas. No estaba nada mal para quien había sido consagrada por el mismísimo Ortega, quien le cedió las instalaciones de la Revista de Occidente para su primera exposición en Madrid.
Su vida sentimental también tuvo una deriva artística. Mantuvo una intensa relación con Rafael Alberti, que cristalizó en obras como las que realizó para la primera edición en revista del poemario del gaditano Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Más tarde también las mantendría con Pablo Neruda y Miguel Hernández, pero siempre desde una total autonomía: rechazaba ser una mera extensión de la vida y la obra del hombre.
Encuadrada en un primer momento en la Escuela de Vallecas, en 1932 se fue durante dos años a París, donde se integró en el movimiento surrealista, despertando la admiración de artistas como Éluard o Breton, quien le compró su cuadro Espantapájaros.
Un dentista en Nueva York
Con el estallido de la Guerra Civil, Mallo se exilió en Argentina, no sin antes dejar por escrito los horrores cometidos por los sublevados en su Galicia natal. Allí obtuvo reconocimiento desde el primer momento, y alternó Buenos Aires con estancias en Nueva York, donde se hizo amiga de Andy Warhol y se convirtió en una asidua de la vida cultural y social de la ciudad, donde brilló con luz propia. Se cuenta que Rockefeller quiso presentarle a la estrella de Hollywood Claudette Colbert y que, cuando le preguntaron a Mallo si envidiaba algo de ella, ésta contestó que la dentadura. La actriz, divertida y halagada, se la llevó consigo al día siguiente a conocer a su dentista.
Como afirma la propia De la Fuente, "el suyo fue, sin duda, un exilio muy distinto del que soportaron los que malvivieron en la penuria. Algunos compatriotas le reprocharon que viviera bien en aquellos años, que se dejara invitar por gente banal, o que abandonara temporalmente la pintura. Es posible que en algún momento sólo fuera un personaje exótico para aquellos extranjeros que la festejaban. Pero no hay que olvidar que Mallo era una artista y una mujer sin prejuicios, y era lógico que supliera la ausencia de España a su modo, sin excesivas lágrimas".
Quizá por eso, cuando volvió del exilio en 1962 y se encontró con que el mundo que ella había conocido había desaparecido, que sus amigos "o estaban enterrados o en el destierro", apenas le quedó otra cosa que representar ese papel exótico ante los jóvenes que habían oído contar muchas leyendas sobre ella. Pero apenas volvió a pintar hasta su muerte, en 1995. Sobre su mesilla tenía dos fotos: una de Andy Warhol y otra de los reyes entregándole la Medalla de Oro de Bellas Artes. Quizá no pueda haber mejor epitafio para su vida imposible.