“¿No hay más alternativas que enviar a nuestros ejércitos a mascar alambre de púa en Flandes?”. Encallada en el barro de las trincheras que formaban una kilométrica línea del frente en Europa occidental y chapoteando en la sangre de cientos de miles de víctimas, la Primera Guerra Mundial, apenas transcurridos cuatro meses de cañonazos y muerte, se había convertido en una auténtica carnicería. Un contraataque enérgico y brillante era lo que necesitaban los aliados para frenar el empuje de la Triple Entente, liderada por Alemania; y Winston Churchill, el primer lord del Almirantazgo británico, creía tener la respuesta a su propia pregunta.
El plan consistía en lanzar una operación naval sobre el estrecho de los Dardanelos, que comunica el mar Egeo con el de Mármara, para hacerse con un territorio clave por dos motivos. El primero tenía que ver con la apertura de una ruta para rearmar a la débil Rusia, brindarle mayor capacidad material de defensa para que las potencias centrales aflojasen sus acometidas en el frente occidental. También conduciría esto a tomar Constantinopla e incapacitar al imperio Otomano, el “enfermo de Europa”, enrolado desde octubre de 1914 en el bando enemigo.
La operación orquestada por Churchill, entonces de 40 años, y respaldada por el gabinete de guerra de Gran Bretaña, que ya había estudiado esta posibilidad con anterioridad, consistía en conquistar la península de Galípoli. Los riesgos, sin embargo, eran conocidos de antemano, como bien señalaría el propio Churchill: “El precio que se pagará por tomar Galípoli sin duda será alto, pero no habrá más guerra con Turquía, que cuenta con un buen ejército de 50.000 soldados y poder marítimo. Ese sería el fin de la amenaza turca”.
En la mañana del 19 de febrero de 1915, los cañones de los buques de guerra de las fuerzas anglofrancesas comenzaron a bombardear los fuertes otomanos erigidos en la costa de la península. A pesar un cierto éxito inicial, debilitando dichas fortalezas, el ataque encalló por la férrea y tenaz resistencia de las tropas turcas, dirigidas por el general alemán Liman von Sanders, asesor militar del Imperio Otomano y jefe militar de las operaciones en los Dardanelos. Churchill ordenó mantener la lluvia de cañonazos durante un mes hasta que las minas subacuáticas hundieron tres buques de guerra y dañaron otros tantos el 18 de marzo, el día de la última ofensiva.
El general Ian Hamilton, jefe de la Fuerza Expedicionaria del Mediterráneo, envió un telegrama a Londres en el que informaba del panorama: “Muy a mi pesar, me veo obligado a llegar a la conclusión de que no es probable que los estrechos sean forzados por acorazados. Ha de ser una operación militar pausada y metódica, llevada a cabo con nuestras fuerzas al completo, para así poder abrir un paso para la Armada”. La operación naval había fracasado.
Masacre en tierra
Lejos de abandonar la campaña de los Dardanelos, los aliados decidieron trasladar el campo de batalla del mar a la tierra. El 25 de abril, las tropas británicas, francesas y los soldados del ANZAC (acrónimo en inglés del Cuerpo Australiano y Neozelandés del Ejército) desembarcaron en las playas de la península de Galípoli. Pero los turcos, que habían tenido más de un mes para reforzarse, repelieron la embestida, desatando una masacre de vidas humanas. “El mar se tiñó del rojo de la sangre hasta una distancia de 40 metros de la costa”, escribiría el historiador estadounidense John H. Morrow Jr.
Avanzar unos cientos de metros fue el escaso botín que la ofensiva terrestre brindó a los aliados. La batalla de Galípoli pronto se transformó en una inamovible línea de trincheras, enconada como sucedía en el frente de Europa occidental. La inútil campaña se extendió hasta enero de 1916, cuando se culminó la evacuación de las últimas unidades militares francobritánicas y se asumió la derrota. En total, en los Dardanelos murieron más de 100.000 personas de ambos bandos y otro medio millón resultaron heridas.
La catástrofe de Galípoli desató una importante crisis en el seno del Gobierno británico. Y Churchill, como cabeza visible de la operación, hubo de ser sacrificado. “Soy víctima de una conspiración política. ¡Estoy acabado!”, lamentaría el futuro primer ministro británico tras ser cesado como lord del Almirantazgo. Churchill también denunciaría una suerte de boicot de los altos cargos de Gran Bretaña y Francia al no proporcionarle las tropas solicitadas para llevar a cabo la operación de los Dardanelos.
No conforme con su puesto residual en el Gobierno, Churchill agarró de nuevo el fusil y se marchó a combatir a Francia como oficial de infantería. Fue herido en varias ocasiones hasta su regreso a la esfera política en 1917 como ministro de Municiones del nuevo Ejecutivo de coalición liderado por David Lloyd George. No obstante, la derrota en la batalla de Galípoli sería una sombra que le perseguiría durante el resto de su carrera, la herida en la que siempre hurgaban sus rivales.
“Recuerda los Dardanelos”, “¿qué pasó en los Dardanelos?”, le reprochaban desde la oposición. Pero Churchill, empeñado todavía en su extraordinaria estrategia a pesar del resultado conocido, respondería: “Los Dardanelos podrían haber salvado millones de vidas. No huyo de lo que pasó allí. Me vanaglorio de ello”.