La búsqueda de la legendaria ciudad de El Dorado había motivado la llegada de un importante número de conquistadores al Nuevo Mundo. En 1560, al virrey Andrés Hurtado de Mendoza le llegaron renovados rumores sobre la posible localización de las riquezas de oro, en la provincia peruana de Omagua, a orillas del Amazonas, y organizó una expedición comandada por un militar veterano como Pedro de Ursúa.
Además de permitir que le acompañara su amante doña Inés, a sus órdenes se encuadraron unos cuatrocientos hombres reclutados en función a su acreditada valentía, pero muchos de los cuales contaban con antecedentes sediciosos. Entre ellos se encontraba un personaje tenebroso como el vasco Lope de Aguirre quien, tras varios meses de infructífera búsqueda, propició un motín contra Ursúa. El conquistador sería asesinado a puñaladas en enero de 1561.
El siguiente paso del plan de Aguirre fue nombrar general a Fernando de Guzmán y convertir a Perú en un reino independiente, rebelándose contra el rey Felipe II y el Imperio español. El vasallo se había convertido en un traidor. Pero el nombramiento de Guzmán, asesinado dos meses después, no era más que espejismo para que Aguirre se proclamase príncipe de Perú, Tierra Firme y Chile el 23 de marzo de 1561. De hecho, la gesta de Aguirre fue reivindicada años más tarde por los libertadores de Sudamérica, como Simón Bolívar, como el primer intento de independencia.
Pero la vida del conquistador vasco, conocido con el sobrenombre de el Loco, ya había dejado un largo reguero de sangre. Tras llegar a América en 1536, se unió a las fuerzas de la Corona española que trataban de sofocar la rebelión de los encomenderos de Gonzalo Pizarro, quienes rechazaban la prohibición de explotar a los nativos americanos. Aguirre y el virrey Blasco Núñez de Vela serían derrotados, y el explorador no regresaría a Perú hasta 1551.
Sin embargo, allí se toparía con uno de sus mayores enemigos, el juez Francisco de Esquivel. El magistrado ordenó apresar a Aguirre, acusado de haber vulnerado las ordenanzas que protegían a los indígenas. "El juez no tuvo en cuenta que Aguirre era un hidalgo y le condenó a ser azotado en público. Aguirre, humillado, prometió venganza", cuenta Jesús A. Rojo Pinilla en su obra Grandes traidores a España. Según las crónicas de la época, el vasco persiguió al juez más de tres años, recorriendo unas 1242 leguas, hasta que lo encontró y lo mató. Condenaron a Aguirre a la pena de muerte, pero lograría conmutarla a cambio del servicio militar.
El asesinato de su hija
En 1561, autoproclamado gobernador de Perú, Aguirre inició una serie de sanguinarios ataques sobre otras posesiones del Imperio, como isla Margarita, Barbuda o Asunción; y le escribe una carta a Felipe II, bajo el seudónimo de traidor, desafiando su poder: "Por cierto lo tengo que van pocos reyes al infierno, porque sois pocos; que si muchos fuesen, ninguno podría ir al cielo, porque creo que allá serían peores que Lucifer; según tenéis sed y hambre y ambición de hartaros de sangre humana; mas no me maravillo ni hago caso de vosotros, pues os llamáis siempre menores de edad, y todo hombre inocente es loco; y vuestro gobierno es aire".
El reguero de muerte perpetrado por el Loco llegaría a su fin en Barquismeto (Venezuela). Arrinconado por las tropas de Diego García de Paredes, Aguirre, aventurando su derrota e impulsado por la locura, decidió apuñalar a su hija el 27 de octubre de 1561 para evitar que "fuera poseída por tantos rufianes", y diciéndole: "Más vale que mueras siendo hija de un rey que no que la llamasen después hija de traidor". Al vasco lo ejecutarían sus propios hombres, y su cuerpo sería descuartizado, siendo su cabeza expuesta en una jaula como advertencia para futuros traidores. Sus restos los esparcieron por el pueblo para alimentar a los perros hambrientos.
Para el fraile Reginaldo de Lizárraga, Aguirre fue "la bestia y tirano más cruel que ha habido en nuestros tiempos ni en pasados; mató a muchos; si se reían los mataba, si estaban tristes los mataba; no ha visto ni leído semejante ánimo de demonio". El análisis del escritor Javier Reverte va en el mismo sentido: "Es probable que muy pocos seres humanos hayan sido tan malignos en la historia como Lope de Aguirre, o al menos tan conscientes de su iniquidad. Era un hombre que parecía amar la maldad y que, cuando menos hizo de ella su causa y bandera".
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