Cuando Emma Penella y Terele Pávez renegaron de su padre, el hombre que detuvo a García Lorca
Las actrices cambiaron su apellido artístico para alejar la sombra de su padre. Hoy el debate sobre el olvido de los hijos de los franquistas se reabre tras la polémica de la UA y Miguel Hernández.
19 junio, 2019 04:09En junio de 2019, el Tribunal Supremo consideró en un escrito -en el que paralizaba la exhumación de Franco- que éste fue “jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936 hasta su fallecimiento el 20 de noviembre de 1975”, provocando las quejas de los historiadores patrios por lo erróneo de la primera fecha enunciada. Ángel Viñas declaró a este periódico que esa denominación jurídica le parecía “sospechosa”, Gonzalo Berger la tildó de “peligrosa” y Enrique Moradiellos, de “imprecisa”. En el mismo mes, la Universidad de Alicante ha generado un zafarrancho al borrar en internet el nombre de Antonio Luis Baena, el secretario franquista que participó en el consejo de guerra que condenó a muerte a Miguel Hernández, a petición de su hijo. El familiar de Baena se ha amparado en la ley de protección de datos personales y el reglamento europeo.
“La noticia me ha extrañado, esa es la primera cosa”, asegura a este periódico la abogada, política y responsable del Comisionado de la Memoria Histórica de Carmena, Paca Sauquillo. “Los hechos históricos son hechos históricos. Efectivamente, no se puede cambiar ni omitir el nombre de los protagonistas de hechos que están más que comprobados. Por otra parte, los procesos judiciales son públicos, y el de Miguel Hernández también lo fue. Las sentencias son públicas y notorias”, continúa.
“Y, en tercer lugar, la Universidad debe velar por el interés cultural e histórico. Si hay un problema de intereses, no debe resolverlo la universidad, sino la Justicia. Esto es insólito. La Universidad no es competente para hacer esto, sino al contrario: su deber es velar por el interés cultural, le guste o no le guste. Los nombres tanto de los procesados como de los que actuaron en los tribunales son públicos”, clausura la experta.
Sauquillo cree el hijo del secretario “tendrá que ir a los tribunales”: “Es cierto que estamos en un momento muy complicado en el que se quiere cambiar la historia. Pero si a la familia se le plantea un problema por un hecho histórico que pueda afectarle, por el apellido o por lo que sea, tiene que encomendarse a las resoluciones que existen para resolver estos conflictos. Este tema debería estar en manos de los tribunales, no de la universidad. La misión de la universidad, repito, es proteger la historia, no intentar cambiarla”.
El catedrático Octavio Ruiz Manjón, especialista en el republicanismo español y miembro de la RAH, sostiene que "el trabajo de los historiadores no puede estar por encima de la ley": "Si la ley de protección de datos, que no conozco en detalle, faculta a los familiares para hacer esa reclamación están en su derecho de hacerlo, y la Universidad podrá tomar las garantías que estime oportunas".
Añade que duda mucho "que esa ley impida mencionar a una persona en un hecho que tuvo lugar hace casi ochenta años". "En cuanto a una supuesta 'ley del olvido', de la que se ha hablado en alguna noticia, dudo que haya sido promulgada por nadie. Es, más bien, una estrategia para atenuar los conflictos", concluye".
Formas de olvidar el franquismo
En este punto vuelve a plantearse, sino una ley de la desmemoria, sí el viejo debate de la gestión del derecho al olvido. ¿Es legítimo involucrar a las instituciones públicas, como la Universidad, en este proceso? ¿Debe el Estado ceder al interés de un particular o proteger la memoria de todos? ¿O, en cambio, ha de adoptarse una rebelión íntima ante el propio pasado? Así lo hicieron, sin ir más lejos, las actrices Emma Penella, Terele Pávez y Elisa Montés, las tres hijas artistas de Ramón Ruiz Alonso, el hombre que en 1936 detuviese al poeta Federico García Lorca en la casa de su amigo falangista Luis Rosales.
La historia es dramática: estas tres mujeres -María Julia, la cuarta hermana, no se dedicó al mundo de la interpretación- desecharon el apellido paterno a la hora de elegir su nombre artístico. Emma, la mayor, y Elisa, la mediana, se decantaron por homenajear a su abuelo materno, el maestro Manuel Penella Moreno, célebre compositor de la ópera El gato montés. Una se quedó con su primer apellido, otra, con el nombre de su obra más emblemática. Terele, por su parte, se hizo con el “Pávez” del segundo apellido de su abuela materna, Emma Silva Pávez.
Todas, en cualquier caso, evitaron el “Ruiz” y guardaron silencio durante toda la vida. Un silencio respetuoso pero también culpable, por el miedo al estigma, a pesar de que las tres se desvincularon, sencillamente viviendo a su manera, como seres autónomos, de su legado paterno. Ramón, durante la II República, estudió Ciencias Sociales, aprendió tipografía e ingresó en las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas (JONS) fundadas por Ledesma Ramos. Corría junio de 1933 cuando el líder le encargó que reclutase a un centenar a militantes para lanzarse a las calles a hacer batalla contra la “revolución”.
Esta idea, que en el fondo se canjeaba en liderar palizas y escaramuzas callejeras, pronto se vio abortada, porque José María Gil-Robles -con quien había entablado amistad durante los años en los Salesianos de Salamanca- atrajo a Ruiz a sus filas para que pasase a ser miembro de Acción Popular, integrado en la CEDA. Ese otoño se fue a vivir a Granada para trabajar como obrero tipógrafo en el diario Ideal de la Editorial Católica, y allí se enemistó con casi todos sus compañeros. Él decía que los sindicatos sólo servían “para corromper el corazón de los obreros”. Esas consideraciones, además de granjearle numerosas amenazas, le hicieron ganarse un apodo despectivo: lo conocían como “el obrero amaestrado de la CEDA”. También le despidieron por esas manifestaciones.
Ramón Ruiz, el "obrero amaestrado"
Más tarde fue diputado por la propia CEDA y no perdió ocasión de propinarle un puñetazo en los pasillos del Congreso al parlamentario republicano Félix Gordón Ordás. Cada vez era más famoso por sus comentarios incendiarios y por su rabia militante. En las elecciones de febrero del 36 revalidó su escaño, pero los comicios tuvieron que ser repetidos en Granada y en Cuenca, y ahí perdió su acta.
Pidió cobijo en Falange, pero como quería cobrar las mil pesetas mensuales que antes se facturaba como diputado, Primo de Rivera lo mandó a paseo. En el golpe de Estado se unió rápidamente a los sublevados y ejerció de represor. Muchos investigadores coinciden en que fue él quien denunció ante el Gobierno Civil a García Lorca. Ruiz Alonso consideraba que el poeta era “un enlace con Rusia” y que “había hecho más daño con la pluma que otros con su pistola”.
Así lo hacía constar el hispanista Ian Gibson en su obra El hombre que detuvo a García Lorca: Ramón Ruiz Alonso y la muerte del poeta (Aguilar, 2007). Contaba el experto que dos días antes de morir, José Rosales -familiar de Luis, el protector del poeta- le confesó que él había tocado con sus propias manos la denuncia contra Lorca. Aunque no se conservaba, decía que pudo comprobar que la firmaba Ruiz Alonso. El protagonista de los hechos y padre de Terele y Emma siempre lo negó todo: alegaba que se limitó a cumplir una orden de detención y que no tuvo nada que ver con su fusilamiento.
La "vergüenza" de Terele Pávez
La única de las hijas que habló en una ocasión sobre Ramón Ruiz Alonso fue la propia Terele, concretamente en el programa La boca del lobo, de Jesús Quintero, en 1993. Su testimonio fue recogido por Gibson, convirtiéndose estos en los únicos comentarios que el hispanista pudo arrancarles a las damnificadas, porque jamás quisieron hablar con él para servirles de documentación.
Ahí, Terele reconoció que se había quitado el apellido paterno “por vergüenza”, pero, a la vez, lamentaba “el dolor que durante veinticinco años le había causado ser hija del hombre a quien acusaban, según ella injustamente, de ser el responsable de la muerte de Lorca”. Dijo que Ruiz había sido un padre “estupendo”, aunque tenía “sus defectos, como cualquiera”. Repitió tal cual su versión y le exculpó de la mayor: ‘‘No era nadie más que un diputadito, de pueblo, un diputado de esos (…) digo diputadito porque era un diputado obrero de esa época, con sus ideas y nada más”.
Lo cierto es que este episodio rápidamente se le volvió en contra, tanto a Ramón como a su familia. Cuando Ruiz Alonso se trasladó a Salamanca para trabajar en la Oficina de Prensa y Propaganda, fue despedido por Dionisio Ridruejo, quien había sido advertido por Luis Rosales de su implicación en el asesinato de Lorca. Jamás volvió a ocupar cargo de relevancia alguno en la dictadura. En el 75, con la muerte de Franco, se fue a vivir a Las Vegas, donde falleció a los tres años.
Por su parte, sus hijas tuvieron que cargar toda la vida con la sombra negra de su padre. Aunque nunca se recuperaron del todo, su proceso de olvido fue íntimo, silente, pudoroso, discreto. Se limitaron a cambiar sus nombres artísticos y a desdeñar el tema para no ser juzgadas por detenciones y fusilamientos que ellas nunca habían protagonizado. Cuidaron su sentir y su memoria personal sin hacer público su relato ni intervenir la historia que es de todos.