Melchor Rodríguez, el ángel rojo, en el centro.

Melchor Rodríguez, el ángel rojo, en el centro. Cedidas

Historia En Alcalá de Henares

Melchor Rodríguez, el anarquista que detuvo la matanza de 1.500 presos a manos de milicianos

El sello Espuela de Plata, de la editorial Renacimiento, publica una novela biográfica sobre el célebre 'ángel rojo', un hombre que luchó por los derechos de los reclusos aunque fuesen sus enemigos.

21 junio, 2021 11:30

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EL ESPAÑOL ofrece un adelanto de la novela biográfica El ángel rojo (Espuela de Plata), de Alfonso Domingo, a la venta desde este lunes 21, que cuenta la historia de Melchor Rodríguez García, delegado especial de prisiones de la Segunda República. Sevillano de nacimiento, fue un anarquista que prefería "morir por las ideas, nunca matar por ellas", y que demostró gran humanidad en la Guerra Civil, salvando la vida de numerosos enemigos. En este primer capítulo se narra cómo Rodríguez evitó la matanza de los 1.500 presos de la cárcel de Alcalá de Henares en diciembre de 1936 a manos de una turba de milicianos.

***

La muerte llega desde el cielo. A las tres de la tarde se ha oído el sonido de los motores de las siniestras pavas, pintadas de negro, que no han tardado en alcanzar su objetivo: Alcalá de Henares. Los ocupantes del Ford negro han abandonado el coche y se han refugiado bajo los arcos del Puente de San Fernando, ante la poca altura de los aviones facciosos que ametrallan y bombardean el cercano aeródromo y la ciudad.

–¿Cuántos son esos malajes?

–Entre cazas y bombarderos he contado veintitrés. – ¡Mal rayo los parta!

Malos presagios trae aquel bombardeo. Mira Melchor Rodríguez el reloj, masculla palabras mientras se oye el estruendo de las bombas cercanas.

–Vamos a ver lo que nos encontramos. Pero con esta saña, por fuerza habrá muertos.

Morir, morir. La muerte, qué mal fario. Y hoy, ocho de diciembre de 1936, tiene un mal pálpito. No puede Melchor Rodríguez, supersticioso al fin y al cabo, con la idea de la muerte. Hace dos días que ha llegado de Valencia y ha retomado las órdenes tajantes, ya dadas en su período de inspector general de prisiones, de que no se ponga en libertad a ningún preso a partir de las seis de la tarde. Ha dispuesto otras medidas, asuntos urgentes que afrontar, como el traslado a la cárcel de Alcalá de los detenidos, días atrás, en el asalto a unos pisos de la embajada de Finlandia.

El nuevo delegado especial de prisiones ha querido comprobar las condiciones de reclusión de los presos y revisar la vigilancia de la cárcel que va a albergarlos: la de Alcalá, patria de su adorado Cervantes, no en vano se siente como un Quijote en esta guerra maldita. Pero lo suyo no es enfrentarse con molinos de viento, sino salvar a los enemigos galeotes, él, galeote tantas veces, preso por las ideas.

En la prisión de Alcalá de Henares están encerrados 1.532 presos. Una buena parte proviene de la cárcel Modelo, evacuada el 16 de noviembre ante el asalto de las tropas facciosas a la capital de la República. A Alcalá viaja Melchor en el Ford negro matrícula de Ceuta 1200 del ingeniero de Agroman Pedro Martínez Catena, que se lo ha cedido antes de que se lo requisaran. Además del conductor, Paquito Pando, le acompañan su secretario Juan Batista, y los guardias civiles de escolta Mexas y Jesús González.

Juan García Oliver, ministro de Justicia y compañero de la CNT, le ha nombrado delegado especial de Prisiones de Madrid, un cargo semejante del que dimitió a mediados de noviembre, por no sancionarse las indignas actuaciones de algunos sanguinarios comités de milicianos. Del levante feliz donde vegeta el gobierno, ha venido esta vez con plenos poderes, al menos para las prisiones más importantes, las de Madrid, Guadalajara y Alcalá, donde en total se hacinan 12.300 reclusos partidarios del levantamiento militar que está partiendo en dos el país en una guerra demoledora. Si no ha podido impedir la matanza de Guadalajara dos días atrás, sí hará todo lo posible por evitar una nueva barbaridad.

Portada de 'El ángel rojo'.

Portada de 'El ángel rojo'. Renacimiento

Huele la muerte a presa fácil, pero hoy tiene un contrincante formidable. Tras la cosecha mortífera de las bombas de los aviones, tiene una cita en la cárcel de Alcalá, donde las turbas, dirigidas por airadas mujeres y engrosadas con milicianos recién llegados del frente de Somosierra, quieren tomarse la revancha, represalia por los bombardeos, la sangre siempre pide más sangre. España, 1936, qué redondel. Desde la hora en la que los aparatos facciosos y su escolta de cazas han bombardeado y ametrallado a placer –solo un caza republicano les ha hecho frente en un combate desigual–, el tiempo parece haberse desbocado en Alcalá. Llegan noticias de los muertos, siete, de los más de cincuenta heridos, de las casas alcanzadas. Enseguida se alzan voces de venganza. Las mujeres achuchan a los hombres, los enardecen: "¡Hay que acabar con los presos!". "¡Qué no quede uno solo vivo!".

La muchedumbre, monstruo acéfalo, comienza la marcha, río que no se detiene, armada de fusiles, escopetas, pistolas, palos, hoces y bieldos. El alcalde socialista, Pedro Blas, nervioso, telefonea al director de la prisión, Antonio Fernández Moreno, anunciándole lo que le viene encima.

–Hemos hecho todo lo humanamente posible, pero no podemos contener el alud de milicias. Lo único que pueden hacer es desaparecer deprisa, ustedes mismos corren peligro. Van armados y están furiosos.

–Pues aquí les esperaremos todos los funcionarios de la cárcel.

–Son unos quinientos, no pierda tiempo con declaraciones –contesta Pedro Blas secamente antes de colgar.

En efecto, lo que no hay es tiempo. Fernández Moreno llama urgentemente al delegado especial de prisiones, Melchor Rodríguez, la persona que les ha dado moral y argumentos, y con quien ha hablado por la mañana, sin saber aún ninguno de los dos lo que se avecina:

–Donde primero se defiende la República es en las cárceles –le ha dicho Melchor–. Eso nos diferencia de la barbarie facciosa. Si el nuevo orden tiene que surgir con sangre, que el parto sea en los campos de batalla, no con el asesinato alevoso. Hay que asegurar la justicia, el imperio de la ley, el gobierno del pueblo.

Ahora ese mismo pueblo quiere tomarse la justicia por su mano. Melchor no está en su despacho, sino de camino a la cárcel de Alcalá, pero esto Moreno no lo sabe. Ninguna alta jerarquía da señales de vida. Y no llega nadie enviado por el general Pozas, jefe del Ejército del centro, a quien también ha pedido ayuda y cuyo cuartel general, el antiguo Colegio de los Trinitarios Descalzos, está a cien metros de la cárcel.

Con la pasividad de los centinelas, varios mozalbetes han penetrado en la prisión y han forzado el primer rastrillo, tras la puerta principal de la calle santo Tomás de Aquino. El motín ha llegado por la callejuela de la Hostería del estudiante. Son las cuatro de la tarde. Con el auricular del teléfono en la mano, Antonio Fernández Moreno ve cómo una multitud vociferante, entre ellos unos doscientos milicianos armados, invade el despacho, las oficinas, el vestíbulo de entrada y el patio, a la derecha del rastrillo. Pero eso no es lo peor. A esos milicianos armados se suman los que están de guardia en la prisión; el director y los empleados se quedan huérfanos de toda defensa. Resistir es una locura. Entre tacos y amenazas, los asaltantes piden que les abran los rastrillos que comunican con las celdas para hacer justicia y vengar las muertes causadas por el bombardeo faccioso. Una figura destaca sobre todos: Coca, el comandante de milicias, es el primero en exigir la entrada y contra él rebotan las negativas del director de la cárcel, con el que intercambia insultos y denuedos.

Fernández Moreno, junto al jefe de servicio y algunos funcionarios, trata de impedir que la turba asalte el segundo rastrillo, débil reja que separa el corredor del patio pequeño, el antiguo claustro del colegio de Dominicos de Santo Tomás de Aquino y las galerías. El director intenta hacerse oír, grita más alto que ellos, inicia diálogos mordaces con los que le increpan, que esgrimen sus fusiles como razones. Sigue el tira y afloja durante un tiempo interminable, pero la multitud no cede, antes al contrario redobla sus esfuerzos, segura de su triunfo. En ese momento crucial llega Madroñero, un capitán de milicias enviado por el general Pozas, acompañado de seis soldados. Esas son todas sus fuerzas. También intenta que los asaltantes depongan su actitud. Los funcionarios de la prisión están alterados. Ya varias mujeres les han insultado duramente y golpeado con los puños:

–¡Vamos a hacer lo mismo que han hecho ellos. No merecen vivir. Los que protegen a los fascistas son tan criminales como ellos!

Dentro de las galerías de la prisión hay nervios: el instante final puede estar cerca. Los reclusos esperan a las puertas de sus celdas, mientras la mayoría de los funcionarios han abandonado sus puestos, temiendo por su vida. Los sacerdotes presentes dan la absolución, mientras algunos presos se aferran a crucifijos que han logrado esconder en los registros. Las caras expresan la gravedad del instante. Los gritos de fuera se mezclan con los latines de los sacerdotes.

–Son bombas grandes. Va a pasar como en Guadalajara –dice a la escolta Melchor, a escape como un relámpago, en el coche que entra en Alcalá de Henares.

Melchor expresa en voz alta lo que piensan todos, temores de matanza repetida. Dos días antes, el seis de diciembre de 1936, a la misma hora, los rebeldes habían bombardeado Guadalajara. Después de que se alejaron los aviones con su cosecha de muerte, los milicianos entraron en la cárcel y comenzó una espantosa carnicería que acabó en un par de horas con 319 muertos de los 320 presos allí confinados. Melchor no pudo impedirlo, recién llegado de Valencia, repuesto en el cargo de máximo responsable de las prisiones de Madrid, cargo desde el que ha detenido las sacas organizadas de las cárceles.

El anarquista Melchor Rodríguez, más conocido como El ángel rojo.

El anarquista Melchor Rodríguez, más conocido como El ángel rojo.

Al atravesar la calle Mayor ve cómo sacan de una casa a unas mujeres heridas por los efectos de las bombas. Una de ellas ha caído en la sede de la CNT. Llega el vehículo al motín y se abre paso hacia la puerta de la prisión haciendo sonar el claxon. Cuando no puede avanzar más, se baja y a cuerpo limpio se dirige a las oficinas, al lado de la entrada. A su zaga van los dos escoltas y Juan Batista, su secretario.

En el despacho la situación se ha hecho violentísima. Ni los razonamientos del director de la prisión, ni los del capitán Madroñero hacen mella en la masa. Mientras el comandante Coca se retira a un segundo término, se agitan las culatas y a cualquiera se le puede escapar un tiro que comience una matanza sin precedentes, tanto por la cantidad de los detenidos como por su importancia. A la cárcel de Alcalá han sido conducidos, desde Ventas o San Antón, destacados miembros de Falange como Raimundo Fernández Cuesta, militares como Agustín Muñoz Grandes, políticos como el secretario de la CEDA Javier Martín Artajo o monárquicos como los hermanos Rafael y Cayetano Luca de Tena, ingenieros como Peña Böeuf, el futbolista Ricardo Zamora, el doctor y general Gómez Ulla, el torero Villalta, el locutor Bobby Deglané y otras figuras de relieve.

Novillero Rodríguez, Melchor por más señas, hasta el nombre tiene de rey mago, le echa un pulso a lo inevitable. En aquella confusión, rabia dislocada de manos y gestos, su mirada resuelta, su ánimo en alto. Algo parecido a lo sentido en la plaza, sólo ante el burlaco y el mundo alrededor. Pero Melchor prefiere el miedo al toro y sus derrotes a las ritualidades bárbaras de los seres humanos. Y hoy se crece, como se crece en los momentos cruciales, donde le sale el valor de las personas que no tienen miedo y que defienden la vida con uñas y dientes. Se siente con buena luna. La suerte le fue esquiva y le echó de los ruedos, o tal vez, bien mirado, le salvara: lo suyo es lidiar con otras fieras.

Aquel toro viene mal encarado. Es multitud, vociferío, agitación, sangre arrebolada. Es odio desatado, bestia primera, caballo de la venganza. Los gritos y las maldiciones se elevan amenazadores, la palabra triturada por la furia. Mientras aúlla la gente que aguarda fuera, el secretario del director de la prisión, Vidal y Moya, llega a duras penas hasta Fernández Moreno y logra hacerse oír:

–¡Don Antonio, acaba de llegar Melchor Rodríguez!

Es el revulsivo que hace renacer su confianza. Si hay alguien que pueda hacer frente a la situación, ese hombre está allí. Los escoltas, Batista, vienen retrasados. Melchor, cazadora marrón oscura, frente despejada, peinado hacia atrás, se abre paso a codazos entre los músculos del odio. Pone en ello toda su energía. Habilidad no le falta. Se ha fajado durante años en las luchas sindicales de Madrid, en los comités de huelga, los mitines y los piquetes. Sólo que ahora es afán de detener, de sobreponerse a esta cólera justificada por el bombardeo que moviliza los bajos instintos, algo con lo que jamás estará de acuerdo. La revolución no se hará con sangre, sino con corazón.

Según va avanzando entre la gente, se percata de los uniformes: los milicianos, un centenar, que perpetraron la matanza en la cárcel de Guadalajara dos días antes, llevaban una gorra de visera con una estrella roja y un pañuelo al cuello del mismo color. Son miembros de las milicias comunistas, de la división de El Campesino. Fuerzas de reserva, las brigadas mixtas 'D' y 'E' del Ejército del centro. Melchor alcanza el despacho donde resiste Fernández Moreno. Comprueba que muchos funcionarios han abandonado los pabellones.

–¡Que nadie abandone sus puestos! ¡Los presos, encerrados en la galería, y los funcionarios en sus sitios, prestos a defenderse!

–¡Los que protegen a los fascistas son tan fascistas como ellos! –se escapan voces de la multitud que invade el recinto.

Melchor no puede obviar el lance. Necesita sacar a aquellos hombres y mujeres del despacho y las oficinas, empujarles hacia la puerta de entrada, alejarles del rastrillo que da paso a las galerías del patio pequeño. Encendido, con la fuerza de los argumentos invencibles que le animan, Melchor toma la palabra, eleva la voz, truena:

–¡Esto no puede hacerse! ¡Si son criminales, lo resolverán los tribunales!

La muchedumbre brama, ruge. Surge la voz de una madre:

–¡Yo he recogido en la calle a un hijo muerto!

–¡Yo llevé a mi madre herida al hospital! –grita otra.

Melchor utiliza su tono ardiente y vibrante, dicción andaluza que suaviza el deje castizo de Lavapiés:

–¡Yo sé como os sentís! ¡Cómo no voy a saberlo, si veo con mis ojos y sufro los bombardeos de Madrid, si he visto cómo esos criminales acaban con gente inocente! Al llegar aquí he visto sacar muertos y heridos de los escombros de las casas... ¿Pero es que acaso estos presos de la cárcel son responsables de los bombardeos? ¿Es que ellos son los que han soltado las bombas? Si son cómplices o responsables de la rebelión militar, lo decidirán los tribunales populares, pero mientras tanto no son más que presos, personas como todos nosotros. No tenemos ningún derecho a matarles ¡No podemos manchar con sangre la República! ¡Los fusiles, al frente, para matar fascistas, no para asesinar a los presos!

Algunos de los asaltantes parecen haber acusado el efecto de las palabras de Melchor o sólo se desorientan al enfrentar a ese hombre solo, gallardo y decidido.

–¡A ti el primero, que eres un fascista! –replica una voz.

Pero Melchor no se amilana:

–¡Yo soy un obrero como vosotros, un chapista! ¡Un camarada anarquista al que le han hecho responsable de los presos de Madrid! ¡He estado preso treinta veces a lo largo de mis cuarenta y tres años de vida! ¡He conocido tan bien la cárcel como para saber cómo se encuentran los que están ahí dentro, sean o no culpables! ¡Los tribunales decidirán sobre su suerte, aplicando la ley! ¡No podemos caer en el salvajismo, aunque nos duelan las atrocidades del enemigo!

Y Melchor empuja a los milicianos, mientras Jesús Gónzalez y Mexas, sus escoltas y el mismo Batista tardan en reaccionar. Detrás de los hombres, las mujeres zahieren con lenguaje hiriente y malsonante.

–¡Esos malnacidos no merecen vivir!

Bien sabe Melchor que la lengua de aquellas mujeres fuera de sí representa la peor, la más terrible de las armas, látigo hiriente que tiene que acallar. Y hacia ellas se dirige, hablándoles de las madres de los presos, de madres como ellas que sufrirán otra injusticia. Y les propone que se forme una comisión que esté en contacto con él para verificar que todos los presos pasen a los tribunales.

–¡Todos serán juzgados, os lo prometo!

El gentío recula, acalladas las voces de las mujeres que encabezan la marcha, aparentemente convencidas por las palabras de ese anarquista que vocifera en su mismo tono, razón que desarma, que paraliza. Pero fuera, en la calle, ocupada por la multitud que no ha podido entrar, sigue esperando la saña, que no comprende. Son más de doscientas personas, que esperan el paso franco: milicianos y paisanos, gentes aún con el rencor primero, que no han asistido al desarrollo de las conversaciones. Y empujan, arrecian con gritos e insultos hacia los que salen:

–¿Pero es que no hay cojones en este pueblo? ¿Por qué no se abre el rastrillo? ¡Quien se oponga a la justicia del pueblo es un fascista! Fernández Moreno y Melchor, viendo el mar de uniformes que esperan y que agitan en el aire los fusiles, se dirigen al capitán de las milicias, Madroñero y le urgen para dirigirse a los que esperan, encendida de rencor la mirada, agrios los gestos, la voz hiriente, la palabra gruesa. A ellos tiene que convencerles, con la autoridad de su uniforme, de la necesidad de que se marchen a sus casas.

Placa a Melchor Rodríguez en la casa de Triana donde nació.

Placa a Melchor Rodríguez en la casa de Triana donde nació. Wikimedia Commons

Aupado por Melchor y el director de la cárcel, sube el capitán Madroñero a una mesa, la que utilizaba el funcionario en la entrada, intentando aparentar compostura y autoridad, hacerse oír, pero hay algo de su miedo que se trasluce, que le traiciona, tal vez ese balbuceo, ese temblor en las manos al intentar aplacar con gestos a aquellos que no le oyen, tempestad de puños, ojos que fulminan. Y piedras, muchas piedras que caen, a la vez que los gritos de ¡Fascista! ¡Fascista!

La avalancha es inminente. Hay mujeres que gritan, chillidos como cuchillos que rasgan el aire y cortan los nervios. Ante el alud de pedruscos baja de la mesa el capitán, que ve perdida la partida. Todos parecen aceptar ya lo inevitable. Ni el director de la cárcel, ni los funcionarios, que reculan otra vez y empiezan a sufrir empujones y golpes, están convencidos de lograr dilatar por más tiempo la toma de la prisión. Y, una vez más, Melchor toma las riendas, actúa enfrentándose a lo que parece imposible, se pone en el lugar de más peligro y sube a la mesa de la que violentamente ha bajado el capitán. La suya no es una mirada de miedo, sino de desafío: no pretende aplacar la tempestad. Alza el puño, casi como una amenaza, y vocifera, voz que sale del alma:

¿Qué justicia es esta del pueblo de matar sin más, en una orgía de sangre? La revolución no es matar hombres indefensos. ¿Es esa la verdadera justicia revolucionaria? La justicia es lo que nos diferencia de esos salvajes fascistas. Sin ella, estamos perdidos.
Melchor, hombre que no estrecha las manos, sino que da abrazos, con efusión, saca hoy los dientes. Así de cegador y justiciero, así de mandón y corajudo: porque no valen disfraces con la muerte, ni atemperancias, acomodos o huidas, fugas de la razón. Es tan frágil la vida, y vale tan poco en esta guerra, que se siente nadando contra corriente, lunático en la tierra, rara avis con boleto seguro para el más allá. Lo dice el refrán: el que se mete a redentor, acaba crucificado.

"¡Fascista!" "¡Traidor!", chillan y le apuntan con los fusiles. Pero no cae una sola piedra, no le arrojan ningún objeto. Lo que si sale de las filas cerradas de los milicianos que asedian la prisión es una blasfemia tras otra. Melchor, de pie sobre la mesa logra hacerse oír por aquella masa, hidra de cien cabezas que protesta e intimida. Hay algo que flota en el aire que demanda resolución, atmósfera cargada de tormenta humana que reclama víctima. Los participantes de la escena, los funcionarios, los vigilantes, los milicianos, la escolta, Batista, todos esperan oír el primer disparo que haga blanco en el cuerpo de ese gigante que se agita.

Piensa Melchor que puede haberle llegado la hora, y que tiene miedo de morir, sobre todo por lo que deja en esta maldita guerra, su mujer Paca y su hija Amapola. Pero, al igual que en la plaza, ante los toros, si así había de ser, aquel día y en aquel momento, que no muriera como cobarde. Como en las grandes tardes, se sacude el miedo y entra al trapo, jugará todas sus bazas, labia y corazón para que nadie muera, y si no, la vida va en el envite, en una sociedad así no vale la pena vivir.

Se encara con un joven miliciano, el más cercano, casi a sus pies, subido en una caja, que ha metido una bala en la recámara del máuser, echado el cerrojo y le apunta a la cara. Los ojos del otro, rojos de cólera, quieren aplastar con su fuego las paredes, los barrotes y todo lo que se opone a la venganza. Y con la mirada, mandíbula desatada, palabras que quisiera balas, pide fuera de sí que se abran las puertas para "que no quede ni un fascista vivo". Los que le rodean hablan de que una de las bombas ha matado a alguien de su familia. El fusil al brazo, dedo en el gatillo, a punto de disparar, sólo detenido por una mirada resuelta de un hombre que le increpa, que le responde.

–¡Apunta, si tienes agallas! ¡Tira si te atreves, cabrón! ¡Apunta y dispara al pecho de este proletario harto de sufrir la represión inhumana del poder¡ ¡Antes de asesinarlos a ellos me tendréis que matar a mí!

Sabe Melchor que aunque le apunten cien fusiles, el que importa es el de aquel miliciano, y que si le derrota ganará la pelea. Melchor, acostumbrado a bregar con toros y aficionados en la plaza, con huelgas y asambleas de obreros donde el gesto, la palabra exacta y el genio deciden en un chispazo, aguanta la mirada, invoca sagrados principios, habla de la bandera de la República y de los fascistas que quieren acabar con ella:

–¿Tú quieres matar fascistas, no es verdad? ¿No queréis todos matar fascistas? ¡Pues entonces ir al frente, que está muy cerca! ¡Yo voy con vosotros! ¿Ah, eso no os agrada? ¡Pues aquí no entráis mientras me quede un soplo de vida!

Melchor se vuelve hacia Fernández Moreno y Batista, tan paralizados como los demás, y les dice algo. Y por primera vez, Melchor esgrime su pistola frente a la multitud. Nadie, salvo sus escoltas, sabe que está descargada, y que aunque tuviera todas las balas en el cargador, Melchor ni sabe utilizarla ni lo haría nunca. Después, para sembrar la duda, Melchor argumenta:

–No valen razones con vosotros, canallas. Sois tan miserables que no se os puede convencer de que no tenéis el menor derecho sobre la vida de estas gentes. Bien, vamos a ver si sois tan valientes. Si os empeñáis en entrar y lográis matarme a mí y asaltáis la cárcel, sabed que no os vais a encontrar con presos indefensos. He dado orden de armarlos. Se van a defender hombres contra hombres. Así tendrán alguna oportunidad.

El desconcierto cunde entre los asaltantes, que se preguntan si aquel hombre ha podido atreverse a dar aquella orden. Melchor lo que en verdad ha dicho a Batista es que si es arrollado, que la escolta dispare tiros al aire y que proteja a los funcionarios, más de treinta. En las galerías de la cárcel, mientras tanto, los presos más resolutivos han salido de las celdas con la complicidad de los funcionarios y utilizando el pasaje de la segunda planta, han llegado a los talleres penitenciarios donde han comenzado a armarse con varillas y hierros.

Los milicianos miran hacia un punto, lo que no pasa inadvertido para Melchor. Y allí donde se dirigen las miradas, como pidiendo decisión, distingue a un oficial con cara de pocos amigos.

–¡Antes de venir he avisado a Cipriano Mera y su división, que están de camino! ¡Si me ocurre algo a mí o a los presos tendréis que enfrentaros a él y a todos los anarquistas! –grita Melchor para que lo oiga aquel militar de milicias.

Rodeado de una guardia pretoriana, al comandante Coca, de la División del Campesino, no le gusta lo que ve. El asalto ya se debería haber producido, pero aquel hombre se ha interpuesto. Tres horas después de iniciada, sigue aún la pelea, pero Melchor ha ido sumando factores a su favor, con su palabra, su arrojo y su valor, moneda de difícil cuño frente al arrebato de las masas, acción anónima, culpa diluida. Hasta los más tenaces dudan, se vuelven unos a otros, buscando apoyo contra aquel andaluz malhablado que les devuelve los insultos, y además, expone razonamientos. No cree demasiado el comandante Coca en la amenaza de la llegada de Cipriano Mera y sus libertarios, y va a a intervenir, cuando irrumpe en escena un elemento que distorsiona la tensión y que anuncia un clamor de voces.

–¡Que no entre ese coche! ¡Va lleno de fascistas!

Melchor interrumpe su alegato y desciende de la mesa. La atención ya no es su figura, sino el coche celular que se ha detenido ante la muchedumbre que tapona la puerta de la prisión. Lo conduce Juan Muñoz, a quien le acompaña el guardia de asalto Felipe Pascual. Traen detenidas a 21 personas de los asaltos a los pisos de la embajada de Finlandia.

La tensión se desborda y la masa reacciona con gritos, puñetazos y zarandeos al coche. El drama puede producirse ahora, cuando todo parecía que podía calmarse, piensa con angustia en la mirada Fernández Moreno, como los funcionarios que desde su atalaya ven aquel mar de puños y fusiles, aquella mezcla de chillidos, voces y maldiciones. El coche celular desaparece en el abrazo del torbellino humano. El conductor y el guardia de asalto de escolta están con los rostros lívidos, nerviosismo de quienes pueden sufrir el mismo destino de los que trasladan. Por fin el guardia abre con esfuerzo la puerta de la cabina, voz en grito:

–¡Dejad que los entregue!, ¡dejad que los entregue!

–¡Vamos a linchar a esos fascistas aquí mismo! –responden varias voces– ¡Si no podemos con los de dentro, acabemos con éstos! ¡Que paguen por todos!

Otra vez aparenta ganar la sangre. Por entre las rejas del vehículo, los detenidos, con el ánimo en vilo y temblor en las manos muestran a los rostros furiosos de la masa carnés sindicales de la UGT o la CNT, pasaportes que creen salvoconductos, al menos documentos para sembrar la duda. Pero nadie les hace caso, sabedores que todos, fachas y rojos, tienen los mismos carnés, afiliados por obligación.

Los escoltas, Batista, todos parecen querer reaccionar, pero es Melchor el que ya lo ha hecho, abriéndose paso hasta la puerta del vehículo. Empuja al guardia hasta sentarlo en el baquet, se enca-ama al estribo del automóvil y grita agarrado a un hierro, quejío que ya suena ronco y encabronado:

–Dejad a estos pobres indefensos ¡Ahí cerca está el frente para pegar tiros!

Sabe Melchor que es una locura intentar meter a los presos en la cárcel. Si se abriera el segundo rastrillo, la multitud se desbocaría. Así que ordena al conductor que arranque el coche, mientras él, a golpe de grito y genio, disuelve los últimos grupos. Nada más abrirse la gente, Juan Muñoz pisa a fondo el acelerador y el coche celular, de cuyos estribos cuelgan Batista, los escoltas y Melchor, salen campo traviesa, por un solar abandonado, cuajado de hoyos, hasta la carretera de Madrid. Detrás, la muchedumbre persigue el auto, fuera de la prisión, dividida, minada ya del furor primero que lo cegaba todo. El coche celular con los presos enfila la carretera a Madrid y la prisión de Porlier, donde Melchor ha dado orden de conducirlo. Y él, con los que le acompañan, vuelve a la prisión.

El comandante Coca, desaire contra desgarbo, discute con los asaltantes. Acaba abandonando la prisión, y los milicianos le siguen. Los demás no quieren cargar con la responsabilidad y van apartándose poco a poco. Quedan algunos paisanos y mujeres rumiando invectivas, pero sin los milicianos, van desfilando hacia sus casas, desapareciendo del escenario. Son casi las ocho cuando dejan de oírse los gritos y renace la paz. Pero Melchor no se fía. Habla con el director de la cárcel, con los funcionarios. No es descartable que se produzca otro ataque, parapetados por las sombras, inhibida la guardia. Desde el despacho de Fernández Moreno llama al general Pozas. A él le plantea el asunto.

–Como Poncio Pilatos. Dice que este caso incumbe al comandante de milicias, en realidad, el auténtico comandante militar... –dice al colgar.

–El comandante Coca estaba ahí fuera y no ha movido un dedo...

–¿Ese era el mando que nos observaba? ¡Pues habrá que hacerle una visita!

Y Melchor, desoyendo las voces de Batista, de Fernández Moreno, de todos aquellos que no se explican aún el milagro, marcha, ronco, engallecido hacia el cuartel de San Felipe donde el comandante Coca rumia su fracaso.

No puede creerlo. El oficial de guardia le dice que allí está de nuevo aquella pesadilla, aquel hombre al que freiría de un tiro si no fuera porque ya se ha alborotado todo demasiado y no quiere comprometer a sus jefes. Sale con la guerrera desabrochada, con la mano en la funda de la pistola, para responder a la menor provocación.

Es ya la voz de Melchor un hilo hiriente, fuelle que resopla a presión por las comisuras de su boca. Y sin embargo, hace alarde de calma, con ese desprecio torero que sabe arrojar a la cara del adversario como nadie.

– ¡Comandante Coca! ¡Acabo de hablar con el general Pozas! Espero que garantices la seguridad de los reclusos de la cárcel.

– ¡Estás loco! ¡Estamos en una guerra contra los fascistas y te empeñas en salvar a esos hijos de puta! ¡Quitate de en medio o no respondo!

Soldados y oficiales han rodeado a su comandante. Los fusiles, con su bayoneta, se posan sobre el estómago de Melchor, aquel insensato que se ha metido en la cueva del lobo. Otros apuntan al resto de los hombres de la escolta que, como autómatas, han seguido a ese hombre que los galvaniza y que no tiene miedo, si acaso arrojo temerario, quizá mucho más peligroso, desprecio de la muerte siempre trae desgracia, es sabido. Fernández Moreno, detrás de su director general, envalentonado por él, anuncia el cargo.

–Melchor Rodríguez es delegado especial de prisiones por nombramiento expreso del Ministro de Justicia, Juan García Oliver, con mandato en todas las prisiones de la provincia de Madrid.

–¡Me da igual quién sea! ¡Fuera del cuartel!

–¡No hasta que me asegures que no vais a asaltar la prisión por la noche! Porque si no ¿por qué están aquí estos camiones? ¡No llevan material, ni pertrechos!

Mientras Coca desvía su mirada hacia donde señalan los brazos de Melchor, éste ha aprovechado y le agarra por el brazo que se apoya sobre la pistola.

–¡Esos cinco camiones no llevarán muertos esta vez! –sigue acusando Melchor– ¡Se acabaron las matanzas! ¡No me moveré si no das órdenes a los centinelas que custodian la prisión de proteger a los reclusos! Tú camarada, respondes con tu vida de la vida de los presos. Cualquiera que quiera sacar uno de los mil quinientos, tendrá que vérselas conmigo. Y con los que están por encima de mí. Toda la CNT, todo el gobierno.

–¡No eres quién para darme órdenes! ¡En esos camiones han venido milicias desde Somosierra! ¡No iremos a la cárcel! ¡Pero desaparece de mi vista!

Ya sobran las palabras. El comandante de la fuerza alza su puño contra Melchor, que no rehúye la pelea y los dos se enzarzan a golpes y zarandeos. Nadie más ha intervenido, imantados por la fuerza de ese duelo de machos, y cuando lo hacen, para frenar a Melchor y al comandante, éste hace ademán de sacar la pistola, movimiento que detiene Melchor al tiempo que le espeta con su voz zaherida, ya casi de estropajo:

–¡Muy bonito! ¡Pelea como los hombres! ¡Vamos fuera, si quieres luchar! ¿O es que te crees que yo no tengo pistola también? El comandante, enfurecido, rabioso, con las venas del cuello inflamado, igual que Melchor, se zafa del abrazo de su oponente, hace un gesto de asco, le empuja y le grita, fuera de sí, pero enfundando la pistola.

–¡Tienes mucha suerte hoy, cabrón! Pero esta es una guerra muy larga... Y tu suerte se acabará, tarde o temprano... Tu nombre no se nos va a olvidar...

Queda la amenaza en el aire mientras el militar se da la vuelta y desaparece en el interior del cuartel. Melchor, enfundando la pistola y recomponiéndose la cazadora, desgarrada por varias junturas, seguido de los suyos, enfila rumbo al ayuntamiento. Avanza la ronquera en su garganta a paso tan rápido como él, que devora con grandes zancadas la distancia que le separa del edificio municipal. Allí charla con el alcalde Pedro Blas, con los concejales, los jefes de los partidos y organizaciones para lograr que le aseguren una relativa seguridad. Algunas voces se elevan ante sus pretensiones y su tono, pero Melchor tiene la lengua rápida aunque la voz cada vez más corta.

–Les responsabilizo de lo que pueda pasar a esos presos. A la alcaldía, a los concejales, a los partidos y sindicatos. A estas horas el gobierno en pleno está informado de lo que ha ocurrido aquí –dice al alcalde y a los concejales díscolos.

Melchor aún vuelve a la cárcel. Él y su séquito recorren las galerías para infundir ánimos y tranquilidad a los reclusos.

–No tienen ustedes por qué preocuparse –dice Melchor, ya hilo de voz–. Estaremos alerta. No dejaremos que se perpetre otro asalto. Son las once de la noche cuando el coche pone rumbo a Madrid. En la cárcel de Ventas deja a Moisés Gómez Tabanera, un militar sacado de Alcalá, al que le permite afeitarse y asearse antes de entrar en la cárcel y luego marcha a Porlier para saber si ha llegado bien el coche celular con los detenidos de la legación de Finlandia.

Allí recibe la orden, emanada desde el Comité Regional por el todopoderoso Eduardo Val, para que se presente en la calle Serrano, sea la hora que sea.

En el comité de defensa confederal le espera una lucha más dura, la de sus compañeros ideológicos. Nada más entrar, los reunidos en torno a Eduardo Val, Manuel Salgado y García Pradas, le increpan. Melchor explica sus razones con cansancio, arrastradas las palabras, susurro cortado. Pero esas razones no valen para algunos de los miembros de la FAI y la CNT, allí presentes. Son palabras que duelen: acusa Melchor el golpe de sus propias filas.

–¡Hemos estado a punto de organizar una batalla por ti contra los comunistas, y todo por la vida de unos fascistas que no valen ni una gota de nuestra sangre!

De los insultos se pasa a las intimidaciones. Melchor está agotado.

–¿Tú sabes lo que harían ellos si fuese al revés? –argumenta del Val–. De sobra sabes lo que han hecho en Badajoz, en Toledo y otros sitios... ¿Vamos a tener piedad nosotros y a enfrentarnos a las masas para salvar a esos cabrones? ¿Vamos a poner en peligro a los nuestros porque te ha entrado el ansia de salvar a esos parásitos, a nuestros enemigos? Si no eres capaz de pensar que estamos en guerra, dedícate a otras labores en la retaguardia. Deja el puesto a otro compañero que no haga estos excesos...

Eduardo Val está furioso. No es un hombre de discursos, pero sus enfados son sonados. Es uno de los puntales de la CNT en el centro. Viste con mono azul, pistola al cinto y luce barba de varios días. Trabaja todo el tiempo, apenas duerme, y a su sentido de la organización, su energía y habilidad, debe mucho la confederación.

Hace un mes, todas esas cualidades destacaron en la derrota de las tropas facciosas que asaltaban Madrid. Camarero, responsable del sindicato de hostelería, tiene ojos claros y facciones apuestas. Ha dirigido el Comité de Defensa Confederal desde la sombra. Poco podían imaginar Azaña y los demás ministros del gobierno que aquel atildado camarero que les servía en el Palace o en el Ritz antes de la guerra era una de las personas que movían los hilos de los anarcosindicalistas. Es más joven que Melchor, uno de los militantes a los que siempre ha respetado, con quien ha compartido piquetes y preparativos de huelga. No le gustan los ajustes de cuentas, los fusilamientos de enemigos, por más que comprenda la reacción popular. Tampoco le gusta discutir con ese compañero al que hasta hace poco ha admirado. Pero la guerra desquicia. Nada ni nadie son como antes. Nada ni nadie serán igual después, tampoco.

–Matadme si queréis –dice Melchor con voz agónica, con gestos de asco–. Matadme, pues siempre haré igual. Nosotros no podemos ser como ellos. Si no, no merece la pena sobrevivir a esta guerra, ¿qué sociedad vamos a construir después de la victoria si somos igual de asesinos que ellos? Ni siquiera consentiré que os inmiscuyáis en mi labor y que me queráis echar del puesto. Mientras la gente sea tan cobarde y vosotros sigáis el juego a los comunistas, no me iré, yo que soy un hombre anti-poder. Siempre me he opuesto a que se matara a los presos. Por las ideas se puede morir, pero nunca matar por ellas. Yo tengo que cumplir una misión muy importante con mi conciencia y la de otros muchos, y os aseguro que o me matáis o la cumplo. Y decírselo después a García Oliver y a Federica, que son los que han apoyado mi actuación. Se ha acabado de matar impunemente. Lo que tenga que ser, lo decidirán los tribunales competentes. Cuando se empieza a matar así se acaba con la revolución ¿O es que no os acordáis de lo que le hicieron los bolcheviques con los anarquistas? Empiezan por los fascistas y acaban con nosotros.

Melchor lo dice con gestos, más que con palabras, con una voz que ya no sabe de dónde sale, firme ante los graves rostros.

–¡Compañero, no comprometas a la CNT! ¡Cuando tengamos que enfrentarnos a los comunistas lo haremos con toda nuestra fuerza! ¡Un paso en falso y la confederación te condenará! Algunos dicen que eres un miembro más de la quinta columna. Varios compañeros como Rascón dicen que has respondido por muchos carcas, que los proteges. Si no te conociéramos desde hace mucho tiempo tendrías que responder ante un tribunal confederal de algunas de tus actuaciones, como dar indiscriminadamente esos avales con tu nombre a destacados facciosos, a curas, a monjas ¿Quién te crees que eres?... Por hoy basta, espero que hayas aprendido la lección.

Cuando al día siguiente Melchor Rodríguez vuelve a Alcalá, acompañado por el embajador de Chile, Aurelio Núñez Morgado, los presos le obsequian un avión de madera con su nombre en la figura del piloto, Batista de copiloto y las firmas de todos los salvados a lo largo del fuselaje y las alas: nada menos que 1.532. Uno de ellos, Raimundo Fernández Cuesta –camuflado bajo el nombre de Ramón Hernández Cueto–, el miembro de Falange más importante desde que José Antonio Primo de Rivera ha sido fusilado en la cárcel de Alicante el 20 de noviembre, pide permiso para darle un abrazo y ofrecerle el reconocimiento y la gratitud de todos los presos.

Solloza Raimundo cuando baja la cabeza y hace ademán de arrodillarse, un gesto cristiano de piedad que Melchor no comparte. Él cree en el anarquismo y la humanidad. No entiende la necesidad de la muerte. Luego, cuando acabe la guerra, habrá que construir un nuevo país entre todos.

–¡Póngase de pie y con la cabeza alta! –Melchor lo deja claro a pesar de su ronquera– Antes de presos son personas. Si estuviéramos en el frente, seríamos enemigos. Pero ahora están bajo nuestra responsabilidad. No es piedad, sino la acción humanitaria de nuestra legalidad republicana. No tienen nada que temer de aquí en adelante.

Todos los que vieron a Melchor Rodríguez aquel día en Alcalá no lo olvidaron jamás. Aquella gesta la hizo aquel sevillano de gracia y de principios, ególatra y presumido, aprendiz de poeta, anarquista puro, maestro chapista y antes de todo eso, novillero de fortuna.