Hubo una vez un chupatintas perfecto llamado Robert Walser (1878-1956), que se convirtió en protagonista y autor de su literatura. Aquel Walser empezó a trabajar en oficinas a los 14 años y estuvo hasta los 27 produciendo, sobre todo, frustración. Walser el oficinista en el Kantonalbank de Berna, entre 1892 y 1905, es el mismo que renuncia a un empleo fijo para incorporarse en la sede del banco en Zúrich, porque ese Walser, en Berlín, abandona la escritura burocrática y se entrega a la escritura creativa. De nuevo, lo que da de comer contra lo que alimenta. Walser, el poeta, el novelista, el dramaturgo que vive de la angustia, el dolor y la nostalgia, que sobrevive a décadas de manicomios y muere en un mítico paseo por la nieve, asume que siempre será un oficinista. De la banca y el comercio, al negocio de la prosa.
En general, debo estar siempre muy atareado, pues de lo contrario empiezo a sublevarme. Tú me entiendes, ¿verdad?
Durante los años que vive entre oficinas, expurga su pérdida de tiempo y talento con escritos cortos en los que descarga toda la ira que su sarcasmo le permite contra todo lo que se ve obligado a convivir. El resultado es una colección de apuntes rápidos sobre el caldillo oficinista, pasajes abocetados y costumbristas de lo que encuentra, retratos fieles de tipos que recuerdan a gusanos sin escrúpulos ni voluntad, encerrados en catacumbas oscuras.
Los empleados de Walser forman parte de la masa inerte de fin de mes, autómatas del bienestar. “La identidad del oficinista de Walser se basa esencialmente en su empleo”, que lo convierte en un “caballero a medias”, en un símbolo de la desaparición. Es testigo de los primeros cerebros creados por el creciente sector de servicios a finales de los años XIX. Cumplidores del deber, acomodados en la ciudad, adoradores del empleo vitalicio y perfectas máquinas defectuosas. Personas “exageradamente corrientes”, sin cualidades especiales.
“Era un hombre insignificante, desanimado, pusilánime. Energía y seguridad en sí mismo no eran lo suyo. Desconocía el orgullo. ¿De dónde lo habría sacado? Era de corta estatura, insustancial y débil. Leía la prensa con sensación de asombro. Admiraba, reverente, a los grandes señores. Lo respetaba todo, salvo a sí mismo. ¿Por qué habría tenido que respetarse? Era tan deslucido y debilucho de figura como de carácter. Su vida se componía de sumisión y obediencia”. Así arranca El pobre hombre, relato breve de 1916, recogido entre los casi 20 escritos compilados por Reto Sorg y Lucas Marco Gisi, que ahora publica Siruela con el título Desde la oficina.
El jefe severo
Entre ellos, uno de los poemas más sufridos del escritor sufridor: “La luna nos mira desde fuera/ y me ve languidecer como un pobre oficinista/ bajo la mirada severa/ de mi jefe./ Me rasco el cuello, turbado./ Nunca he conocido/ el sol luminoso y duradero de la vida./ La penuria es mi sino;/ tener que rascarme el cuello/ bajo la mirada del jefe”.
Sus escritos están sembrados de oficinistas pedantes, con extraordinaria capacidad para “obedecer con gusto y oponerse con facilidad”. Seres contradictorios, que se quejan por no estar totalmente absorbidos por el trabajo. “En general, debo estar siempre muy atareado, pues de lo contrario empiezo a sublevarme. Tú me entiendes, ¿verdad?”. Sólo el trabajo le hace olvidar, la nostalgia le invade cuando le obligan “a la ociosidad”. “El trabajo es mi única alegría verdadera”.
Su traje es tan limpio como los trabajos que entrega, pero sus modales se corresponden con sus planes, es decir, son discretos
Walser el aprendiz de comercio, de empleado de banca, en empresas de transporte, fábricas, industrias, seguros, oficinas, afila su ironía al máximo. “Paso a paso, nuestro héroe camina hacia adelante, y esto únicamente quiere decir que siempre actúa como es debido. Jamás se retrasa. Su traje es tan limpio como los trabajos que entrega, pero sus modales se corresponden con sus planes, es decir, son discretos”. Mientras trabajan, los seres que desmiga el autor de Microgramas se anulan, desaparecen en las invisibles regiones del cumplimiento del deber. “Trabaja despacio, número a número, letra a letra, con pulcritud, con seriedad, con desapasionamiento, como conviene a una labor que no plantea la menor exigencia al talento”.
Se recrea Walser en el menudeo de seres rastreros, sin talento, dispuestos a no moverse de su puesto para ir escalando todo lo que puedan. Personajes que han depuesto sus armas -dignidad, crítica y rebeldía- a cambio del beneficio. Escribe sobre ellos para no olvidar lo que no está dispuesto a permitirse. Escribe sobre ellos para ser consciente que forma parte de ese grupo: “Se puso de manifiesto que era una especie de soñador. Pero el soñador no estaba en modo alguno de acuerdo con sus sueños. Los consideraba nocivos y se esforzaba en vano por librarse de ellos. Habría preferido no soñar nunca. Pero esa inclinación era innata en él, por así decirlo; lo seguía como un perro fiel”, escribe en El joven poeta.
Los sueños, sueños son. Los chupatintas los evitan, los escritores…
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