A Carlos Barral (1928-1989) se le encuentra en esos ancianos que visten gorra de capitán de barco y desayunan tristes en las ciudades sin costa, con los ojos clavados en un punto fijo. Esos hombres extravagantes que pasean trágico, arrastrando su necesidad del mar e imprimiendo la sensación marciana de que en tierra firme están sólo de visita. Así lo hacía el mítico editor por las capitales de Europa, humedeciendo teatralmente su pipa y ajustándose la capa española: renegrido, flaco y magnético. “Me considero, sobre todo, escritor, y escritor de poesía; es lo que más me importa”, aseguraba. Recordaba que el mundo editorial no había sido para él una vocación, sino una herencia, y citaba a su amigo Gil de Biedma: “Como él dice, los españoles no admiten que uno haga bien dos cosas; como lo de editor es lo más notable de mi actividad, se olvida que lo principal es la literatura que escribo”.
Pero uno entiende en Usuras y figuraciones (Lumen) -nueva edición de su poesía completa- que el ojo de Barral era más editorial que lírico, aun sin perder en ningún verso un ápice de esa inteligencia. Nada reprochable: una cuestión de don. Él -que impulsó la eclosión de la literatura hispanoamericana moderna y descubrió a España gran parte de la mejor literatura extranjera, primero en Seix Barral y después en Barral Editores- tenía la espina esa de la trascendencia poética, bebiendo como bebía de Mallarmé, de Rilke, de Lucrecio y Pavese.
Andreu Jaume, editor de este tomo, achaca la marginalidad del autor a la poética hegemónica e invasora de algunos de sus compañeros de generación
Andreu Jaume, editor de este tomo, achaca la marginalidad del autor -además de a la sombra de sus “brillantes memorias”- a “la poética hegemónica e invasora de algunos de sus compañeros de generación, como Jaime Gil de Biedma o José Ángel Valente, generadores de las dos principales corrientes estéticas en las que oficialmente ha intentado discurrir la poesía española contemporánea”.
Poeta voyeur
Pero hay más. La poesía barraliana quería calar en la España de la posguerra, claro, pero sin rozarse con ella: poemas desligados de la actualidad, del romanticismo, de la corriente social; intelectuales, plásticos, fríos, sensuales al final -de puro voyeurismo-. Poemas de esteta consumado que miran pero no tocan, que desean pero no claman, que controlan la erección a golpe de latigazo racional. Que, a pesar de todo, dejan por acá y por allá la estela de su educación jesuítica, de los buenos modales, del desafecto. “No pasaré de tus rodillas. / Debo / cumplir con mi deber y sonreírte, / mirando de soslayo la cortina / para ver si Tiresias nos observa / separarme despacio, detenerme / aún más desnudo ante el reloj, ponérmelo / y encender sin placer un cigarrillo”.
Hay en sus poemas un mordisco hipotético, una penetración ejecutable que no llega. “Todo está preparado”, escribe en Al tamaño del cine. “La sábana tan blanca y el silencio / ahora inviolable. (Yo me hago / a un lado para no estorbarte)”. No participa, no invade, no hace ruido. Quiere saber de la carne, estrecharla con los ojos. Lo dice él mismo: “Ante todo vine para ver si los cuerpos / eran como los cuentan”. Creía Barral en la poesía reflexiva porque “con los grandes poetas románticos, de poesía expansiva, suele ocurrir que un poema que te conmueve en una época de tu vida, veinte años más tarde te parezca un gracioso disparate”.
No participa, no invade, no hace ruido. Quiere saber de la carne, estrecharla con los ojos. Lo dice él mismo: “Ante todo vine para ver si los cuerpos / eran como los cuentan”
Barral rebosa paisajes perdidos: humanos, verdes, marinos. Su costa de Calafell, su pueblo infantil de Tarragona, el primer desnudo de Yvonne, la breve experiencia de la fe, la angustia de que lo primitivo esté muriendo a manos de lo urbano, el no poder recuperar el “pacto antiguo” del hombre con el mundo -como en Metropolitano-. “Porque conocía el nombre de los peces / aún de los más raros (…) Porque entendía de nudos y de velas / y del modo de armar los aparejos”, dice en Hombre en la mar, como el adulto que ve, angustiado, cómo el microcosmos de los pescadores de su niñez está a punto de extinguirse.
Barral es el poeta que hace complejo al Mediterráneo “llenándolo de objetos, de utensilios, de jerga, de sensaciones físicas, de una sensualidad contagiosa”, explica Andreu Jaume. No hace de su mar un tópico ni un símbolo -como Espronceda o Alberti-, sino un ecosistema habitable que se ama pero ya no es nunca como se recuerda.
Hablar con Dios (un rato)
Y qué fue de esas ganas de creer, de charlar con santidades que tenía de crío. Perdidas también. En Le asocio a mis preocupaciones, Barral cuenta cómo, de pequeño, tocaba los objetos de la casa buscando a Dios, lo invocaba, se tumbaba en la cama a esperarle -con los brazos en cruz- y más tarde le contaba sus deseos: haz que el año que viene.., haz que la chica que encontré el domingo.., haz que yo pueda ser… “Tu presencia asentía a cada cosa / tu banco estar allí, tu inabordable / reino”, escribe, sintiéndose escuchado. Hasta que el romance empezó a incomodarle. “Sé que un día / mutilé la costumbre / sentí un poco de rubor (…) Y aprendí a ver el mundo sin ti / a llenar tu vacío con las cosas. / No recuerdo / exactamente cómo terminó. / Más tarde / me parecía un sueño nuestra historia”.
Tenía Barral cierta obsesión con la muerte, con la caducidad. En Ritual de la ducha -un autorretrato letal-, se describe como un viejo -ya herido, hueco- tiene un último ramalazo de sensualidad mientras el agua resbala por su cuerpo. “A favor de la corriente / desperezar el leño de los miembros lejanos / cortar el miedo genital y el sueño…”. Dice Andreu Jaume que la poesía de Barral ha quedado enterrada “bajo la impresión de anecdótica y accesoria extravagancia”, también por la brillantez de su labor editorial. Y eso que él siempre se quiso sacudir el legado, el sino marcado por el padre, porque, tal y como cuenta en Apellido industrial, en los talleres de trabajo “era libre / sólo para decidir lo que no importa”.
Me digo que a menudo, en muchas cosas / que venimos creyendo, y sobre todo / en las pasiones de la inteligencia, / por miedo a sorprendernos, por costumbre / pensamos a través de un personaje
Una poética que se ha agotado en sí misma, una lente caleidoscópica y severa -con todo lo que tiene eso de soledad-. Carlos Barral, camisa abierta contra el viento. Largo, hermoso, desgarbado; vistiendo las ojeras del que ama la letra hasta la enfermedad. Cubierto siempre por ese misticismo devorador, ese enigmático papel secundario que tan bien supo jugar. Regodeado en su rareza construida. Lo confesó un día, casi sin querer: “Me digo que a menudo, en muchas cosas / que venimos creyendo, y sobre todo / en las pasiones de la inteligencia, / por miedo a sorprendernos, por costumbre / pensamos a través de un personaje”.