El párroco del pueblo entra en casa de Bittori, viuda de Txato, asesinado por ETA tras negarse a pagar 25 millones de impuesto revolucionario. Tenía un negocio de transporte con camiones. La escena del sacerdote sucede años más tarde, cuando los tiempos de las pistolas y las bombas han pasado. Como si con eso bastara para que todo volviera a ser tal cual antes del primer disparo. El sacerdote se presenta ante la mujer como símbolo de la represión y el miedo para pedirle que no vuelva por el pueblo, que está interfiriendo en el proceso de reconciliación.
El alto el fuego no es el final de nada, acaso el principio de la convivencia de víctimas y verdugos. Reconciliación o soberbia
“Que tú tengas el derecho legítimo de volver a tu casa no quita para que otros vecinos tengan también sus derechos”, le dice a la viuda. “¿Por ejemplo?”. “Por ejemplo, a que se les permita rehacer sus vidas y a darle una oportunidad a la paz. La lucha armada ha golpeado con dureza a nuestro pueblo, como también, no debemos olvidarlo, algunas actuaciones de las fuerzas de seguridad del Estado”.
La paz no es el olvido. La paz no es el silencio. Eso chilla Fernando Aramburu en su nuevo libro, Patria (Tusquets), que vuelve a su tierra, el País Vasco, para novelar sobre la dificultad de la paz en una sociedad destruida por ETA y sus mecanismos mafiosos de extorsión. Esa no es la patria de Aramburu. El alto el fuego no es el final de nada, acaso el principio de la convivencia de víctimas y verdugos. Reconciliación o soberbia.
Política o terror
El autor ya había bregado con la ira del enfrentamiento con un libro de cuentos (Los peces de la amargura, publicado en 2006) y otra novela (Años lentos, sobre el terrorismo en los sesenta), pero la ambición de este libro no tiene parangón en su producción y establece un listón moral delicado para el resto: “Me habría gustado no tener que escribir un libro como Patria, pero la historia de mi país natal no me permitió otra opción”, cuenta el propio escritor. “El largo empeño de algunos por consumar un proyecto político mediante el ejercicio organizado del crimen no me deja indiferente”.
Fernando Aramburu tiene la costumbre de emprender en cada nuevo proyecto una nueva aventura, porque en cada obra escribe abriendo nuevos caminos de expresión. Parece una obviedad porque el conformismo ya es estilo. No es su caso, ni en su expresión, ni en sus planteamientos: Aramburu tiende a la moderación de sus modales y de las modas que asfixian.
En esta novela es más vasco que nunca, posiblemente, porque es su producto con más oído
No se resigna al medio ambiente, por eso siempre suena a él mismo, a pesar de poner el verbo al servicio de la figuración y del relato. En esta novela es más vasco que nunca, posiblemente, porque es su producto con más oído. El fin expresivo siempre ha determinado sus proyectos y aquí es determinante el deje oral sin pulir. Debía escribir una novela sobre la identidad colectiva vasca. Lo ha conseguido.
Patria es la historia de dos familias enfrentadas desde los años ochenta, cuyo relato llega hasta 2012 dividido en 125 capítulos que funcionan con la urgencia del relato corto. Ni un gramo de retórica. Es un libro fibroso que retrata dos familias amigas separadas por el terrorismo. Nueve personajes protagonistas, cada uno con su novela a cuestas, a los que el lector descubre en la intimidad de sus costumbres. Aramburu pone el microscopio sobre las relaciones porque necesita averiguar lo que hay detrás de las noticias y los hechos. Cómo es la vida en un pueblo donde el asesinato de tu marido te convierte en apestada.
Nueve personajes protagonistas, cada uno con su novela a cuestas, a los que el lector descubre en la intimidad de sus costumbres
“Mataron al Txato, una tarde de lluvia, a pocos metros del portal de su casa. Y el cura, menudo pájaro, le insistía a Bittori para que el funeral se celebrara en San Sebastián. ¿Y eso? No, es que allí irá más gente. Y ella, que ni hablar, que somos del pueblo, nos bautizaron en el pueblo, nos casaron en el pueblo y en el pueblo han matado a mi marido. El cura cedió”.
Sin complacencia
La tercera persona del narrador y la primera de los protagonistas se cruzan en la misma línea, sin torpezas ni tropiezos. Aramburu es uno de los escritores más técnicos y, gracias a ello, logra no arrebatarle la voz a ninguna de las dos partes, aunque se decante por los vascos que dijeron “no” a ETA. No es un argumento que apacigüe ni una actitud equidistante: aquí hay víctimas y verdugos, y en el relato no se confunden los papeles. Tampoco se silencian las razones de los asesinos. No hay anécdotas que redimen y ni siquiera el final consuela, a pesar del camino hacia el arrepentimiento, el perdón y la reconciliación.
No es un argumento que apacigüe ni una actitud equidistante
La paz es un acuerdo, un abrazo. La paz es el perdón. “Pedir perdón exige más valentía que disparar un arma, que accionar una bomba. Eso lo hace cualquiera. Basta con ser joven, crédulo y tener la sangre caliente. Y no es sólo que se necesiten un par de huevos para reparar sinceramente, aunque no sea más que de palabra, las atrocidades cometidas”, leemos decir a Arantxa, uno de los personajes simbólicos clave del libro.
Arantxa es hija de Miren y Joxian, hermana de Joxe Mari, encarcelado desde hace 17 años por pertenencia a banda terrorista y asesino. Un ictus ha condenado a Arantxa a una silla de ruedas, no puede mover su cuerpo paralizado pero su cabeza sigue activa. Aramburu la ha creado para apaciguar a las dos familias y representar la encrucijada de unos y otros: paralítica como las víctimas de un atentado a las que nadie quiere acercarse y prefieren dar por muertos; encarcelada en una cadena perpetua como los asesinos en sus celdas. Al final, todos peleles de la extorsión.