Audrey Carlan tiene un dudoso don: es capaz de convertir algo tan complejo como el erotismo en un botón que se pulsa -polla, clítoris, aureola, tanga, erección, cunnilingus-. Es una lista de palabras obvias, una película porno previsible, un relato doméstico en el que el fontanero llega siempre a tiempo de saciar el aburrimiento de las paredes del útero de la esposita abnegada. La autora sabe hacer de una conversación insinuante entre adultos un diálogo de peces entre adolescentes cachondos que necesitan penetrarse para reivindicarse como animales del sexo.
Transforma a una mujer libre en una cheerleader forzada; en una eterna niña grande con coletitas y falda elástica, un ser permanentemente húmedo al que igual le dan ocho que ochenta. Para Carlan el sexo no tiene matices, vale siempre todo con cualquiera, a todos nos gusta aquí, y aquí, y así, y justo ahora, si puede ser; qué universal y sencillo, qué rueda echada a andar. Ha parido un engendro de literatura femenina en bloque que peca de eso tan triste de querer ser sexy y quedar en ridículo.
La mediocridad es número uno
Calendar Girl (Planeta) es un despropósito desde la primera página, y eso que se ha vendido en 27 países y ya es número 1 en todos los mercados en los que ha sido publicada. "El amor verdadero no existe. Durante años creí que sí. De hecho, creí haberlo encontrado. Cuatro veces, para ser exactos". Y le sigue una enumeración de romances abortados contados con el despecho de la cría que envía una carta a la Súperpop. "Taylor, mi novio del instituto, tenía más músculos que cerebro y una picha del tamaño de un cacahuete, probablemente a causa de todos los esteroides que tomaba a mis espaldas. Me dejó la noche de la graduación. Se largó con mi virginidad y con una animadora".
Taylor, mi novio del instituto, tenía más músculos que cerebro y una picha del tamaño de un cacahuete, probablemente a causa de todos los esteroides que tomaba a mis espaldas
Este dramático testimonio se solapa con el recuerdo de Benny. "Creo que me pasé la mayor parte del tiempo borracha y debajo de él, pero, en fin, creía que me quería". El resto de los personajes que presenta el libro tienen esa misma hondura de ameba; son un estereotipo de sitcom americana interactuando entre sí con la gama de emociones de Gran Hermano.
Es interesante, además, que la escritora no tilde nunca su trabajo de "novela erótica", sino de "novela romántica". Aquí sí: eufemismo en la frente. En ningún momento llega a percibirse el sexo sistemático como algo que duele, vacía o perturba -con guiños a Shame, de Steve McQueen-, sino como un apareamiento en el que volcar el corazón pase lo que pase. Y es sistemático porque Mia, la protagonista de Calendar girl, es una chica de infancia difícil que para pagar una deuda de su padre alcohólico empieza a trabajar como escort, esto es, como chica de compañía de un hombre cada mes. El contrato no la obliga a tener sexo, pero claro, si lo tiene sus honorarios suben un 20% y en negro. Que nadie la tilde de prostituta, porque ella no suelta nunca ese papel de digna heroína capaz de afrontar cualquier desavenencia con tal de salvarle la vida a su padre. Todo para conseguir un millón de dólares. Y rápido.
Prostitución y glamour
Esta trama, que podría tener ingredientes de sordidez, se convierte en una auténtica fiesta: todos los hombres que pagan por la compañía de Mia son excepcionalmente atractivos, educados, inteligentes, cálidos, creativos, ricos, gastan penes enormes y cantidades ingentes de alegría, hacen surf, escriben guiones y tienden al enamoramiento. Nadie acaba de entender exactamente qué hacen personas de vida tan completa contratando estos servicios. El mundo de la prostitución aparece aquí adornado con lazos: en la base, no es tan diferente al de las calles y los burdeles, pero en Calendar girl se reviste de glamour y se le resta gravedad. Lo que no pueda el dinero.
Mia mastica chicle, ríe descaradamente, emplea palabras como "bombonazo", "cañón" y "tío bueno", es una actriz frustrada adicta a los vibradores y las galletas y va por la vida como una barbie motera de talla cuarenta y dos
"No soy una fulana", se repite constantemente la protagonista. "Estoy haciendo lo que quiero". Pero las reglas de la empresa de chicas de compañía están claras y enumeradas: debes estar siempre perfecta, sonríe constantemente -"los hombres contratan a mujeres precisamente para no ocuparse de sus problemas emocionales"-, no hables a menos que te estén hablando a ti y mantente disponible en todo momento -"adelántate a las necesidades del cliente"-.
Mia mastica chicle, ríe descaradamente, emplea palabras como "bombonazo", "cañón" y "tío bueno", es una actriz frustrada adicta a los vibradores y las galletas y va por la vida como una barbie motera de talla cuarenta y dos. Ojo aquí también, que este punto está hecho para agradar a las señoras lectoras: no hace falta que se te marquen los huesos para ser el dulcecito curvy, la empleada del mes, el objeto de deseo estrella a lo largo de cuatro tomos.
Ella es la princesa obrera, la Pretty woman decadente de todo esto, una fusión perfecta entre Lindsay Lohan y Cristina Pedroche, es decir, entre la protagonista de Chicas malas -que arma la de Dios es padre en la jerarquía del instituto- y la mujer hermosa que no se vende a la pasarela porque preserva el orgullo de barrio. Se muerde constantemente los labios porque desea-todo-el-tiempo, aunque su electricidad no rebase las páginas. "Se bajó el pantalón lo justo para sacarse la polla. Dios mío, cómo había echado en falta esa parte de él. Tan larga y tan gorda, y lista para mí". Hola, falo. "Te la voy a meter tan profundamente que la vas a notar en la garganta". Y así hasta el tomo cuatro.