“El dolor no tiene identidad ni pasaporte”. Flaviano Bianchini está encerrado con 40 personas en una celda de cuatro por cuatro metros y tres metros de altura. Sólo hay un ventanuco. Es un infierno: el olor nauseabundo a sudor, vómito y orina, la tortura del calor insoportable, la asfixia, la sed y el hambre, las nubes de moscas. No caben tumbados y se turnan cada hora para arrodillarse y dormir. Hay tres mujeres embarazadas y Flaviano acaba de evitar que una de ellas sea violada por uno de los policías mexicanos. Lo ha hecho sin desvelar su verdadera identidad. Allí, entre ellos, es Aymar Blanco, no un periodista italiano que está cubriendo, como un migrante más, el infernal camino al paraíso: la frontera con EEUU.
El migrante es uno que se rebela contra una concepción según la cual el que nace pobre no debe tocarle los huevos al que ha nacido rico
Lo ha vivido para contarlo, no para preguntarlo. Ha dejado la grabadora y se ha quedado sin escudo protector: ha mandado a su ciudad natal su pasaporte. “Llevo una mochila que encontré tirada en una esquina a las afueras de la ciudad. Tiene una correa rota que he arreglado lo mejor que he podido, pero está hecha una pena. Dentro hay una botella de agua de plástico de litro y medio, un cepillo de dientes, un poco de papel higiénico y unos paquetes de galletas. En el bolsillo, algo de dinero. Poco. He cosido los billetes en un doble fondo de los calzoncillos que, para aumentar su poder disuasorio, no me cambio desde hace días”.
El testimonio del trayecto ha quedado recogido en un libro extraordinario: El camino de la bestia. Migrantes clandestinos a la búsqueda del sueño americano (publicado por la editorial Pepitas de calabaza). Es un naturalista que se ocupa de los Derechos Humanos y los daños a la salud provocadas por las industrias extractivas, en América Latina. Antes fue clandestino en Tíbet, pero él mismo reconoce que nunca lo ha pasado tan mal como en México.
El relato evita adornos y retórica. Está limpio de drama y sensacionalismo. No hay ni rastro de épica ni complacencia. Bianchini no se presenta como el salvador de los derechos de los migrantes que va a darnos a conocer cómo son las condiciones por las que pasan todas las personas que salen de sus países en busca del sueño americano y todo lo que encuentran en el camino. Ni en las películas más crueles y sangrientas, ni en las novelas más disparatadas. El testimonio es insuperable porque va al grano y evita los fuegos artificiales literarios: “¿Vos en qué mundo vivís? Son de la policía. ¡Exacto! ¡Quién conoce mejor que ellos a los traficantes y a los cárteles? Esto es México, amigo mío. El primer país del mundo en el comercio de seres humanos y droga. ¡Bienvenido!”, le dice un compañero de viaje antes de entrar en la prisión.
Ser mercancía
Seres humanos, seres mercancía. Mercancía que se vende, se compra y se almacena en un lugar seguro (cárcel). Este es el lugar seguro, escribe, donde guardan la mercancía mientras esperan a venderla o a cambiarla. Los migrantes son carne de matadero lista para ser torturada y exprimida hasta llegar al codiciado sueño americano. Que luego volverán a transformarse en carne de matadero “para un patrón que habla otra lengua y que cree formar parte del país más civilizado y democrático del mundo”.
La definición de migrante de Bianchini es aquel que se rebela contra un mecanismo económico que prevé que de sur a norte se desplacen millones de toneladas de mercancías, pero no de personas. El migrante es “el que se rebela contra un sistema según el cual exportar oro está bien, pero exportar vidas no”. “Es uno que se rebela contra una concepción según la cual el que nace pobre no debe tocarle los huevos al que ha nacido rico”.
No sé si ponerme también yo a gritar, echarme a llorar o ir a buscarle y taparle la boca
En una de sus primeras etapas -serán 21 días en total- avanzan en los falsos fondos de un camión, cargado con cerca de 50 personas, tumbadas, apretadas unas contra otras durante 24 horas de viaje. Llevan agua, apenas una botella de litro cada uno para no morir deshidratados, y se abrasan por las temperaturas: “¡Nos asaremos! ¡Vamos a morir! ¡Déjenme salir!”, grita uno de ellos. “Intento taparme los oídos pero en la posición en la que estoy es prácticamente imposible y la voz entra, penetra dentro de mí con toda su angustia y desesperación. No sé si ponerme también yo a gritar, echarme a llorar o ir a buscarle y taparle la boca”, escribe.
Otro momento terrible es el paso sobre el tren de mercancías llamado “la bestia”. Decenas de migrantes subido al tren exhaustos tras cinco días de viaje sin dormir, tratando de no caer dormidos y perder la vida. Un tren hasta arriba de cemento, vía Norteamérica, abarrotado de personas: “Si robas cemento, ya sea el vendedor, el comprador o el transportista, vendrán a pedirte cuentas. Pero si robas seres humanos nadie te dirá nada. Es una de las mercancías más lucrativas, eficientes y con menos riesgo del mundo”.