En el Nueva York de los ochenta, Jane -una recién licenciada en Harvard- conoce a Neil, un escritor veinte años mayor que ella que le propone un juego: él le cambiará la vida contándole todo lo que sabe de los hombres; ella le guardará el secreto y no dirá a nadie que se conocen. En ese impás -mientras Neil le revela, como un guía moral, la vida secreta de la testosterona- pasearán todo el oeste de Manhattan y él tenderá su cebo: le venderá que, en realidad, ella le necesita para diseccionar el mundo. Hay tantas cosas fundamentales -y ajenas a la joven- que tiene que explicarle… “Yo, por aquel entonces, creía que comprender a los hombres me enseñaría a construir mi propia vida”, escribe Jane. Carne de cañón.
Paseando con hombres, de Ann Beattie (Gatopardo ediciones) puede ser una novelita ágil o un cursillo acelerado de mansplaining: un mitin paternalista y condescendiente de un tipo sabio a una hembra ingenua y permeable. El esquema es sencillo: el hombre es razón y la mujer emoción. Él es el ser lógico aquí, ella sólo un ovillo sentimentaloide que acaba de graduarse y aparece como una cría de gato empapada por el chaparrón del insondable mundo.
Los mandamientos de Neil
Jane asumió todos los mandamientos de Neil: que si dos personas hacían algo y decían “esto nunca ha pasado”, entonces no había pasado; que había dos únicas maneras de comprar: elegir las mejores marcas o buscar en tiendas de segunda mano; todo lo demás era patético y burgués; que sólo os memos compraban coches en lugar de alquilarlos; que el zumo de la mañana se tomaba en copas de vino; que la grapa era mejor beberla directamente de la botella; que Turguénev escribía mejor que Dostoievski; que emplear un signo de exclamación era como comer y babear al mismo tiempo y que comprar un perro de raza era inmoral.
Un día ella le confesó que su ilusión era convertirse en una gran ensayista. “¿En esta cultura?”, respondió solamente él, con cierto desdén
Un día ella le confesó que su ilusión era convertirse en una gran ensayista. “¿En esta cultura?”, respondió solamente él, con cierto desdén. Le contó que las mujeres eran como gatas y los hombres como perros: “Van dando vueltas tranquilamente con su hueso hasta que deciden enterrarlo”. Él decía que le gustaba escribir por las noches, que trabajaba duro toda la madrugada, por eso se iba a dormir con ella a las siete de la mañana. Claro que no pasó demasiado tiempo hasta que una mujer se plantó en casa de Jane: era la esposa de Neil, había descubierto su existencia, quería alertarla del tipo de tío que era y después abandonarle.
Perdonar la mentira, la traición, le costó a la protagonista dejarse de hablar con su mejor amiga. Aquí un síntoma claro del influjo heteropatriarcal: el aislamiento. Jane era de Neil, Neil dedicaba su vida a las letras y, cuando acababa, abrazaba a Jane. “Seguro que te ha dicho que tus amigas fantasean con acostarse con él, ¿verdad? Que le escriben proponiéndole quedar. Y entonces él te pregunta qué hacer con ellas, ¿cierto? Para que veas lo leal que es, y, al mismo tiempo, para que sepas que tus amigas no son de fiar”, le lanzó la esposa, cuando charlaron. Y era cierto. Otro secreto de la vida.
Enseñar a ver el mundo
Neil nunca sería previsible. Ser previsible estaba mal. Eso de bajar las escaleras y suplicar… sólo pasaba en las sitcom. Tenía enciclopedias mentales de trucos existenciales: para las relaciones sentimentales, para la gastronomía, para los viajes, para las filias culturales y el márketing personal. “¿Hablar? ¿Cuándo he dicho yo que hablando se resuelva algo?”, clamaba al cielo, metido en su monólogo hegemónico. “Eso es una artimaña que emplean los políticos para confundir a la gente. Podría ser útil también para los curas, cuando acorralan a los monaguillos. O para enseñar a un perro su nombre. ¿Hablar? Ese es el error de las relaciones: nos han hecho creer que cuando hablamos podemos comunicarnos”.
El escritor le enseñó a ver el mundo “como si lo contemplara desde la perspectiva de un personaje de un cuadro de Hopper, o quizá desde la perspectiva de un perro collie”. La adoctrinó en sinestesia, le regaló un perfume italiano de hierbaluisa y le explicó que era una fragancia triste. “También tenía razón en lo de poder un ramo de luces en un jarrón. Me encantaban las luces que apuntaban al techo cuando hacíamos el amor. Las sombras que proyectábamos”. Le dijo que Picasso sólo cogía a los niños en brazo, los levantaba del suelo y los sostenía delante de la cámara porque alguien miraba detrás de un objetivo. “Cuando eres famoso, el mundo te sigue. Sólo tienes que tener cuidado para no discolocarte un hombro”, guiñaba él. “Era su hijo”, reprendía ella. “También lo hacía con los hijos de Gerald y Sara Murphy”.
-He hecho un buen trabajo- sonrió satisfecho.
-Sí. Pero me has convertido en un bicho raro y ahora estoy perdida si no estoy contigo. No hay nadie más con quien pueda hablar de las cosas y de lo que significan.
Adoctrinar y marcharse
Marihuana sí, otras drogas no. Los psiquiatras son brujos. Observa a los niños para no olvidarte de cómo se juega. Si te llevas comida a casa de un restaurante, no digas que es para el perro; di que quieres los huesos para un amigo que hace autopsias. El día de San Valentín es para los idiotas: compra lencería auténtica e invéntate algo que hacer con ella. Nunca vayas a un sitio con una camiseta de publicidad del sitio en cuestión. Los espárragos son la mejor verdura, pero no hay que cortarles los tallos. La gente no separa la grasa de la carne, ¿verdad?
No hay ninguna moraleja aquí, ninguna reflexión final, ningún poso de lucidez. La autora se conforma con que Jane pronuncie la palabra “manipulador”
El vino se pide en vaso ancho. Los bolsos son lamentables: sólo un bolso inglés de pescador de truchas vale. Mira la Riviera, después mira un Matisse y vuelve a mirar la Riviera. Enamórate de Keats. Hay que prescindir de las servilletas, son un incordio. Y así hasta el infinito. “¿De qué sirve, en realidad, este tipo de información para la vida”, alcanzó Jane a preguntarse un día. Pero seguía bebiendo de ella.
Neil se fue, claro, como los buenos profesores cuando acaban el curso académico de turno. No hay ninguna moraleja aquí, ninguna reflexión final, ningún poso de lucidez. La autora se conforma con que Jane pronuncie la palabra “manipulador”. Lo dieron por muerto. Hasta quemaron algunas de sus cosas y su pareja echó las cenizas al aire. Le vinieron de vuelta, porque obvio que es complicado liberarse de los dogmas masticados. De la fe asumida porque sí. Recordaba a veces lo que él murmuraba en la cama, antes de dormir: “Nuestras batallas, nuestras insignificantes batallas”.