La historia de las mujeres tiene un problema grave: no existe. O apenas. En cada generación aparecen científicas, escritoras, políticas, filósofas... y a cada generación, a la hora de escribir la historia, se olvida de ellas. No es deliberado, no es ni siquiera consciente, pero sucede. Las mujeres están prácticamente ausentes de los libros de texto, los programas escolares, los premios institucionales, las colecciones de clásicos, las celebraciones oficiales.
Las que se recuerdan son muy pocas y, si cuestionaron el patriarcado, se las recuerda menos todavía: entre las clásicas se estudia a santa Teresa, más que a María de Zayas. Entre las modernas, a Hannah Arendt, más que a Simone de Beauvoir. Por eso, cada generación está convencida de haber inventado el feminismo, de ser la primera. Porque ni en el colegio, ni siquiera en la Universidad, nos hablaron de Olympia de Gouges, de Mary Wollstonecraft, de las Pankhurst. Porque nos contaron la historia olvidando no sólo a las mujeres, sino lo que los hombres dijeron y decidieron sobre ellas: se da por supuesto que es “propio de la época” y no se analiza.
Siempre recuerdo a mi profesor de Derecho Político hablando del “sufragio universal”, sin precisar que era sólo masculino, o disecando a Rousseau, sin decirnos ni una palabra de cómo es Rousseau quien establece una nueva modalidad del patriarcado, la todavía vigente, basada en la división público/privado, razón/emoción, y en un ideal nuevo en la época, el de la dulce esposa y amantísima madre.
Silencio cómplice
Sólo a base de indagación personal conseguimos llegar a textos fundamentales como el diario de Sylvia Plath o el de Rosa Chacel, Política sexual de Kate Millett, El vacío de la maternidad de Victoria Sau o Tea Rooms de Luisa Carnés, por citar solo unos cuantos. Textos que están en los márgenes, cuando merecerían un lugar central. Textos que nos permiten saber que otras mujeres, antes que nosotras, han vivido y elaborado intelectualmente experiencias parecidas a las nuestras y sobre las que la cultura guarda silencio, como la maternidad (la de verdad, no su versión edulcorada y estándar), el conflicto interno entre el deseo de tener un proyecto vital propio y el miedo a la soledad, o el desconcierto ante creaciones literarias o artísticas masculinas (Las señoritas de Aviñón, Lolita...) celebradas como obras maestras y que humillan a las mujeres.
En literatura, como en todo lo demás, las figuras de autoridad son masculinas. Pero en el caso de la literatura esto es especialmente grave. Al menos, por dos motivos: porque es un terreno muy frecuentado por las mujeres y porque la literatura es un cauce privilegiado para expresar lo humano.
Vamos con lo primero: son mujeres -desde hace varias décadas- la mayoría de lectores y también la mayoría de estudiantes de letras. En cambio, sigue invariable el porcentaje, ínfimo, de mujeres en los más altos puestos de poder y reconocimiento en el campo literario. Véanse por ejemplo los premios. En los comerciales, las escritoras tienen cierta presencia (han ganado el Planeta 16 mujeres, en 65 convocatorias, un 25%). Pero en los institucionales, que son los más importantes en la medida en que van creando el canon y marcando lo que legaremos a las generaciones futuras, la desigualdad es manifiesta: han obtenido el Nacional de Narrativa dos autoras en 39 convocatorias (5% ). Y el Cervantes cuatro de 41, un 10% del total.
No es una cuestión de tiempo: existen ya varias generaciones en las que mujeres y hombres están igualmente formados (de hecho, desde los inicio de los noventa, hay más licenciadas que licenciados universitarios en España) y no por eso las cosas cambian: la última escritora galardonada con el Nacional fue Carme Riera, en el año 1995. Desde entonces, han pasado 21 ediciones en las que se premia a hombres.
Ellos y sólo ellos
La literatura, como el cine, es el espejo en el que nos miramos. Y si en ese espejo vemos a hombres hablando de hombres, como es el caso (ellos son el 70% de los protagonistas de las películas y el 90% de quienes las dirigen), nos parecerán normales, por pura costumbre, sus privilegios, el primero de los cuales es estar sobrerrepresentados en cualquier ámbito de protagonismo y de poder.
No es normal que la nación esté encarnada por un gobierno o un equipo de fútbol, exclusivamente, o casi masculinos. No en vano, varias generaciones se han formado desde la infancia con libros como Los Pitufos o Astérix, donde casi todos los personajes son masculinos.
La literatura, en fin, como otras expresiones culturales, refleja la realidad, pero también la modela. Si queremos alcanzar una sociedad en la que mujeres y hombres tengan las mismas oportunidades, los mismos derechos (de facto, no solo sobre el papel), el mismo protagonismo y la misma libertad, necesitamos sacar del armario a las escritoras, que desde hace siglos existieron y existen, que dieron y dan forma y sentido a las experiencias de las mujeres, a sus puntos de vista, a sus inquietudes y propuestas, a su espíritu crítico. Por eso tenemos que celebrarlas, con un Día de las Escritoras. Porque ellas lo merecen y nosotras y nosotros lo necesitamos.
* Laura Freixas (Barcelona, 1958) es autora de novelas y ensayos, crítica literaria y presidenta de la asociación para la igualdad de género Clásicas y Modernas.
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