En su novela culmen, La historia, en el libro que más le importa, como bien recuerda, Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) se remonta de la mano de un historiador argentino, como también lo es él, a los orígenes de una civilización imaginaria, al pasado. El ácido cronista y premiado reportero regresa ahora a la ficción dando un nuevo salto temporal en Sinfín (Penguin Random House): esta vez hacia el futuro, hacia una distopía que discurre en el año 2070 y que ensambla temas actuales como el poderío de las fake news o la mayor certidumbre del hombre: la irreversibilidad de la muerte.
¿De qué impulso nace esta novela?
El impulso original era que tenía ganas de reírme de la crónica y sus santificadores. Me propuse escribir una crónica de algo que no pueda haber sucedido. Pero rápidamente me fue cautivando el tema. Elegí escribir sobre esta idea de que podía haber alguna máquina a la que se pudiera transferir un cerebro, pero a medida que lo iba escribiendo se me iba precisando la historia y me iba atrayendo cada vez más. Entonces, el propósito inicial de escribir una ficción sin novela se fue perdiendo y me fue interesando mucho más armar ese mundo y esos mecanismos y tratar de pensar en sus efectos.
Es un futuro que asusta un poco. ¿Refleja algún temor suyo? ¿Tiene miedo al futuro?
Para empezar, creo que exageré algunos rasgos del desastre posible, pero más como una especie de caricatura de cómo ahora pensamos el futuro. Puede que durante un cierto tiempo pensáramos el futuro como algo deseable, queríamos que llegara porque lo imaginábamos atractivo, interesante. Ahora lo pensamos como amenaza; todo lo que sea futuro es terrible: la Tierra va a hundirse, los idiotas van a gobernarnos, no habrá de esto, va a faltar lo otro… Entonces pensé en armar un futuro que corresponda a esta especie de idea generalizada sobre el futuro, ese miedo, esa amenaza, que creo que es uno de los rasgos decisivos de esta época: el hecho de no imaginarnos un futuro que nos atraiga, de no tener una idea de cómo nos gustaría que fueran nuestras sociedades y por tanto temer a cómo pudieran ser.
¿Estamos en una coyuntura un poco apocalíptica?
Tenemos una especie de tendencia o vocación apocalíptica. Conseguimos convertir cualquier cosa en un apocalipsis. Lo del coronavirus es increíble. Tenemos tantas ganas de sufrir un apocalipsis que nos conformamos con una gripe para convertirla en apocalíptica. Da la sensación de que estamos muy dispuestos a hacer cualquier cosa para un apocalipsis. Pero su característica más notoria es que nunca suceden. Hasta ahora ha habido innumerables apocalipsis y seguimos aquí.
En la utopía que ha construido la muerte física no desaparece pero el ser humano alcanza una suerte de inmortalidad por otra vía. ¿Es la gran ambición del hombre?
Si no fuera así la Iglesia católica no existiría, el gran negocio de las religiones monoteístas es ofrecerte alguna forma de inmortalidad, mucho menos comprobable que la de tsian, la de [el mundo distópico de] la novela. Allí donde la otra es una inmortalidad mítica, esta es técnica, al servicio de prolongar las vidas internamente. El principal problema de los hombres siempre ha sido que esto se acaba y por eso nos hemos dejado gobernar por los que nos decían que podían ofrecernos una solución.
En un pasaje de la novela escribe que la negación mística de la muerte fue el mejor invento de diez mil años de inventos. ¿Pero qué sería del hombre si no hubiera existido la religión?
Mi primera tentación es contestar que sería maravilloso. ¿Cómo haces para mantener el poder sin el apoyo de un dios o una corte de dioses que digan que el poder debe ser tuyo? En cuanto se arman sociedades un poquito complejas, hace 8.000 años los que las gobernaban, necesitaron el apoyo de los sacerdotes para que dijeran: ‘Si nos gobierna Pedro es porque los dioses decidieron que debía ser nuestro gobernante’. Sin eso, habría sido mucho más complicado. Entonces hay dos opciones: o todo habría sido de un autoritarismo absoluto o bien no habría habido ese tipo de gobiernos y se habría organizado el mundo de otra manera, quizás más igualitaria, menos injusta.
¿Qué diagnóstico hace de la situación actual del periodismo?
Tiendo a pensar que más que una crisis de la profesión es una crisis de los medios, que hay un modelo de grandes medios que funcionó muy bien durante todo el siglo XX y que ahora tiene grandes problemas. Esos grandes diarios que todavía tienen cierta influencia nos han convencido de que su crisis es una crisis del periodismo. Yo creo que el periodismo, como todo y como siempre, está en crisis, pero es interesante porque ha habido una serie de cambios técnicos que modifican la forma en que podemos trabajar y que hacen que ahora se haga un buen periodismo en medios más chicos, con otras formas de financiación y otros objetivos.
¿Y qué sucede con los lectores?
Ese problema es un lío. ¿Por qué les gusta tanto esa porquería? ¿Qué hemos hecho como sociedad para que haya ese consumo tan ávido de cosas que no tienen interés? Por otro lado, me digo que el consumo de buen periodismo, lamentablemente o no, nunca fue mayoritario. El ejemplo del diario El País aquí en los años 80-90 era completamente hegemónico, tenía un poder cultural, político y económico muy fuerte. Pero vendía 400.000 ejemplares en un país que tendría entonces cuarenta millones de habitantes. Es decir, una de cada cien compraba el periódico que parecía estar en todas partes. No es mucho. Entonces pensar el periodismo en términos de mayoría y de cantidades probablemente sea un error. Nunca fue así.
Tampoco parece que les interese la política viendo las noticias más leídas...
En los últimos años, los políticos han hecho muy buen trabajo: convencernos de que política es eso que ellos hacen, cuando la política es otra cosa que esas charlas de pasillo con arreglitos. La política es, lamentablemente, la única forma que conocemos de mejorar nuestras vidas, pero para eso hay que hacerlo de otra manera; no diputados arreglando cositas en una esquina del parlamento. Viendo eso tiene cierta lógica que no nos interese la política.
¿Cómo ha llegado a tergiversarse de esa manera?
Les conviene para gobernar tranquilos, también para que muchos ciudadanos se desinteresen. Y eso les permite mantener su autonomía para hacer lo que más o menos quieren. Todo el sistema de delegación tiene que ver con tecnología del siglo XIX. Los cambios técnicos al mediano largo plazo producen cambios políticos, y estos grande cambios que hubo en la comunicación en los últimos cincuenta años no se han reflejado en la política. No tiene sentido que los ciudadanos de Cáceres tengan a alguien que hable en su lugar. Eso tenía sentido cuando para ir de Cáceres a Madrid se tardaba cuatro días. Pero ahora le contestas a los ciudadanos con una aplicación y ya está. Y probablemente elegirán mal, gracias a Dios. Pero es bastante arcaico que haya un delegado que diga lo que piensan los ciudadanos de Cáceres. Pero claro, de eso viven.
Siendo de joven militante de izquierdas, ¿cómo contempla la llegada de todas estas fuerzas de extrema de derecha al primer plano político?
Por un lado, es efecto de la incapacidad que tuvo la izquierda de responder a lo que mucha gente esperaba de ella. El ejemplo francés es muy claro: muchos de los votantes del Frente Nacional de Le Pen son exvotantes comunistas decepcionados. Uno de los problemas de la izquierda es haber dejado de ocuparse de temas socioeconómicos y haberse pasado a ocuparse de temas identitarios.
Hace un tiempo escribió otro artículo titulado “No es fácil ser España”. ¿Cuáles son esas peculiaridades?
A mí me llama la atención desde hace tiempo la relación tan difícil que muchos españoles tienen con todos sus signos nacionales, no quiero decir símbolos. Para empezar el nombre: cuando tu pasas por la calle y escuchas a alguien contando “yo soy español” ya sabes que es de un sector político; cuando además agitan una bandera roja, amarilla y roja confirman ese sector. Y eso no pasa, en general, en muchos otros países. Tampoco que el himno no se pueda cantar. Un himno es un momento de comunión, de gente que canta lo mismo todos juntos para sentirse parte de un conjunto. Aquí no se puede. Y eso son solo los signos: después está la cosa, el territorio, del que nadie se siente realmente partícipe. Hay muy pocos que se piensan antes que nada españoles. No digo los más conflictivos, los catalanes o los vascos; también los gallegos, los andaluces, los asturianos. Es curioso, existe algo que no había habido en otros sitios. Pero insisto: la imposibilidad de tener un signo es muy fuerte. Una patria es una estupidez que se construye a base de signos, de creer que representan al conjunto del país.
Quizá tenga relación que hace solo ochenta años hubo una Guerra Civil y luego cuatro décadas de dictadura.
Todavía la bandera española sigue siendo la de los nacionales. Pero en general las cosas en ochenta años empiezan a enmendarse. Y además es raro que nadie haya tomado la iniciativa aparentemente lógica de poner una bandera nueva. Yo haría eso: hagamos un concurso de propuestas y después un referéndum y consigamos una bandera que nos represente a todos. Que no sea la bandera de derechas o la exbandera de Franco. Consigamos una con la que estemos todos contentos, no es tan complicado. Me parece que un país no puede darse el lujo de no tener signos que reúnan a todos sus ciudadanos.