Sucedió la tarde del 25 de julio de 1965. Bob Dylan -poeta, mesías de la canción protesta, hijo predilecto del folk- regresaba al que había sido su hogar espiritual muchos años, el Festival de Newport. Eso sí: enganchado, por primera vez, a una guitarra eléctrica, como quien se lía un ancla a la muñeca y juega a no hundirse. Él sabía que su público no era un público corriente, sino una masa devota de su acústico y su letra comprometida, un estadio político y purista, un clan que mamaba gloria de Blowin in the wind y The times they are a-changing y no quería otra cosa.
Arrancó con su "I ain't gonna work on Maggie's farm no more" y llegaron los abucheos, las botellas arrojadas al escenario y un aplauso disperso. Los feligreses de Dylan rechazaban que su ídolo se convirtiese en uno de esos músicos comerciales que reventaban las radios. Alguien gritó un "¡Judas!" que quedó tan nítido en el recuerdo que hasta hoy puede escucharse en Live 1966: The Royal Albert Hall Concert. El artista espetó un "no te creo, eres un mentiroso", y dio la orden a su banda de continuar. Ahí The Hawks (después llamados The Band) aguantando el chaparrón.
Alguien gritó un "¡Judas!" que quedó tan nítido en el recuerdo que hasta hoy puede escucharse en Live 1966: The Royal Albert Hall Concert
Cuentan que a Pete Seeger tuvieron que sujetarle para que no destrozase con un pequeño hacha los cables de alimentación. Aquella noche cambió la historia de la música: el golpe sobre la mesa del artista retumbó en todo el mundo. Fue su forma de decirse fuerte e impermeable en su talento, fue una declaración de independencia musical. La hostilidad no se disipó del todo hasta el último concierto en Londres, en mayo de 1966, donde el mundo empezó a asimilar -a tragar con todo- la doble cara de su ídolo. Con los 50 años del mítico evento con el que arrancó la metamorfosis, Elias Wald -uno de los críticos más eminentes del mundo de la música- presenta Dylan se hace eléctrico: Newport, Seeger, Dylan y la noche que resquebrajó los años sesenta. Este análisis aún no se ha estrenado en España.
Libro de memoria, guerra y música
Es más que una anécdota engordada por la leyenda y los años. Pesa el marco cultural, histórico y político del acontecimiento que encarna la década de transformación de los sesenta; pesan las tensiones -jamás resueltas- entre la música tradicional y la innovadora; pesan las dos caras de la rebeldía, la del público y la de Dylan.
Es un libro, en realidad, sobre la memoria: la vieja guerra civil incapaz de sacudirse del todo -y eso que van más de 150 años-, las guerras mundiales, las guerras creativas. La guerra con uno mismo. Claro que la historia la cuentan los vencedores y la tradición del rock evoca el relato de esa noche como el del artista feroz que convence a la multitud apocada. Pero no fue así: más bien se trató de una lucha cuerpo a cuerpo, hasta que ganase el mejor. El transgresor genuino.
Claro que la historia la cuentan los vencedores y la tradición del rock evoca el relato de esa noche como el del artista feroz que convence a la multitud apocada, pero no fue así
Wald -a fuerza del archivo, de la cinta de Newport y de propias entrevistas y fuentes secundarias- reconstruye el fin de semana casi instante por instante, con precisión cinematográfica. Se muestra así que no todos los abucheos eran por el nuevo sonido, sino por la mala calidad de la escucha en directo. Otra anécdota: cuando en los bises -ya cediendo por fin a una acústica en solitario-, Dylan pidió una armónica, una lluvia de hojalata formada por los pequeños instrumentos de los asistentes cayó al suelo junto a él. Mientras, Seeger andaba cabreado. En público dijo que era por el fatal volumen. En privado, contó que se sentía traicionado, aunque nunca trascendió exactamente el porqué.
Adiós a la canción protesta
El artista estadounidense ya había lanzado su álbum Bringing It All Back Home, con éxitos como Subterranean Homesick Blues y el nuevo Like a Rolling Stone. Ya había enseñado la patita del lobo, aunque ese cordero exigente que eran sus adeptos se resistiese a la resolución natural de las cosas: que él mandaba. Que no iba a acomodarse en un terreno que le hastiaba. Que le incomodaba ese papel del portavoz de una generación, que hacía mucho ya que no escribía canciones protesta. Wald cita un verso que Dylan escribió en una servilleta de hotel en mayo de 1964: "¿Cuántas veces / tengo que repetir / que no soy un cantante de folk / antes de que la gente pare de decir / "no es un cantante de folk?".
Ya no quería ser el niño Zimmerman que llegó de Minnesota a Nueva York medio despistado, contando historias locas de vagabundo y segregando su simpatía por los azules. Ya no quería alimentar esas tertulias de cafés, derechos civiles y bombas. Nadie duraría mucho en esa trinchera: miren lo que le pasó al mismísimo Pete Seeger, que durante un tiempo se convirtió en el gran difusor de la música popular en los caminos de Estados Unidos, hasta que los compromisos políticos -como bajar el tono de las canciones y aceptar el patrocinio del tabaco- acabaron dinamitándole el chiringuito. El artista inalienable -entendió- o se baja del carro, o lo tiran.
Todo lo repasa el libro: la guerra de Vietnam, los disturbios en el campus, los hippies, la movilización de militantes negros, la adicción a la heroína del artista que coincidió con la boda, con los hijos
Todo lo repasa el libro: la guerra de Vietnam, los disturbios en el campus, los hippies, la movilización de militantes negros, la adicción a la heroína del artista que coincidió con la boda, con los hijos. Todos los factores delicados y violentos que hicieron de ese momento una explosión, una metamorfosis, un milagro lógico. Es difícil imaginar una conmoción semejante ahora. ¿Es que el público anda más manso, es que los artistas ya no rompen o que todo se les perdona porque nada importa? Mientras, Bob resiste. La Fender Stratocaster de 1964 con la que rompió Newport se subastó hace un par de años. Costó 965.000 dólares.
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