Justin Bieber en el escenario es como un consolador de acero frío, brillante: cumple su función como un autómata, presta el contorno pero no pone la carne. Su actuación es como tener sexo con alguien que mira con los ojos huecos -como un maniquí, como un muñeco hermoso y aburrido-, con alguien que no suda, ni muerde, ni abre la boca. Anoche, en el Barclaycard Center, Bieber estaba sólo en cuerpo: sabe dios hacia dónde viajaría su cabecita rebelde. No estaba pletórico ni hundido. Más bien daba la sensación de que le habían sacado el alma a cucharadas, de que no se estaba enterando absolutamente de nada. Justin viste gafas de nerd -de esas que se colocan sobre la nariz para que la gente te presuponga un interés lector- y camisa de leñador: se camufla como paria de instituto para disimular que sueña con un corazón de negro. Con un poquito de raza. Con alguna víscera caliente en su caja torácica de plástico.
Me movía yo -que no he escuchado su música en mi vida- más que Justin. Teníamos fuegos artificiales, bailarines, plataformas, jaulas y una maceta de cerveza para sobrellevar el hastío. Era un show de variedades, no un concierto. Sin el decorado, sin los efectos especiales, sin el circo montado alrededor de su persona, el artista hubiese sido engullido por la masa como un pie por una planta carnívora.
Playback ofensivo
Claro que su pop de laboratorio es elaborado, pegadizo, agradable y sabe caer de pie de hit en hit -¿no es eso lo que se espera de una canción; querer vivir con ella, al menos un tiempo?-, pero aquí no hay garganta ni intención. Tampoco le hace falta. Decía mi acompañante que Justin ayer era como un delfín del acuario de Madrid: el gentío jaleaba cada uno de sus movimientos como si fuesen algo especial. Aún no entendió que todo no se puede comprar. Uno puede pagar canciones exquisitas, buena producción y colaboraciones con Diplo o Skrillex -como ha hecho él en Purpose, su último álbum- pero nadie te dará relieve. Personalidad. Con este trabajo se ha ganado el respeto de compañeros de industria, pero, al menos anoche, estafó a las 15.000 personas que pagaron más de 90 euros por ver a un zombie muy mono que proyectaba su sombra de Peter Pan en los fondos.
El precio medio de las entradas para el concierto en Madrid fue de 168 euros. En Barcelona, se paga de media 149, según detalla ticketbis. El playback era tan descarado que sonrojaba. No se molestaba ni en acercarse al micrófono, como si su voz se expandiese por la tierra como la de El Rey León. Mark my words, Where are u know, Get used to in, I'll show you, The feeling... Seguro que las chicas que llevaban más de un mes haciendo cola a las faldas del viejo Palacio de los Deportes quedaron satisfechas, porque el amor también tiene eso de conformismo.
No se molestaba ni en acercarse al micrófono, como si su voz se expandiese por la tierra como la de El Rey León
Hay mucha entrega en los meses antes en los que se amasa la idea de ver a alguien que admiras. El esfuerzo adolescente de convencer a tus padres para que te paguen la entrada -que no es moco de pavo; están al nivel de las últimas de los Rolling-, dormir en la calle, pasar frío, saltarte clases, comprar la camiseta perfecta, entonar las canciones hacia adentro. Definitivamente, ser belieber es peor que sacarse la notaría.
Lo que no compra el dinero
Hay momentos en los que Bieber quiere mutar en Kurt Cobain, con la distancia insalvable que eso supone. Un sofá sale de la nada y suenan los primeros acordes de Love yourself, una canción de Ed Sheeran probablemente perfecta. Tierna, reivindicativa emocionalmente, digna, de melodía atemporal. Frágil y mágica, bien atada en todos sus vértices. "A mi mamá no le gustas / y a ella le gusta todo el mundo (...) No quería escribir una canción / porque no quería que nadie pensara que todavía me importa / y no me importa, pero tú todavía llamas a mi teléfono / y, cariño, yo he estado avanzando (...) y si crees que todavía me estoy aferrando a algo / deberías ir y quererte a ti misma".
En Home to Mama? y Been you dejó que el trabajo sucio -en fin, ¡el suyo!, cantar- lo hiciera el público. Él paseaba y se vertía en algún pequeño espasmo. Las niñas gritaban con más desgarro aún cuando una bailarina le rozaba. A ratos él movía levemente las manos para que sus fans le imitasen, como un director de orquesta templado, y la sensación -desde fuera de la pompa- era que hacía danzar a sus marionetas. Descanso de 20 minutos -espectacular paréntesis, más ancho que en los teatros- para que el chaval no se ahogue. Después nos muestra sus dotes con la batería y creo que, en silencio, todos damos gracias porque la artrofia de sus brazos fuese sólo aparente.
En Children bailó acompañado de cuatro críos españoles a los que saludó y mimó al terminar el tema, creando ese marco tan idílico que ya estamos acostumbrados a consumir en Facebook cuando los niños pijos se van a Kenia a abrazar bebés de ébano
What do you mean? fue la primera canción en la que el estadio realmente se desbordó: ya tocaba. En Children bailó acompañado de cuatro críos españoles a los que saludó y mimó al terminar el tema, creando ese marco tan idílico que ya estamos acostumbrados a consumir en Facebook cuando los niños pijos se van a Kenia a abrazar bebés de ébano y no se olvidan de fotografiarlo todo. Baby y Purpose. Se calzó la camiseta de Metallica y se despidió -aquí estuvo agudo- con Sorry. Exactamente el tipo de disculpa que merecían sus fans.