Junio de 1967. En Oriente Próximo, Israel se enfrentaba a Egipto, Jordania, Irak y Siria en la Guerra de los Seis Días por el control de la Franja de Gaza, Cisjordania, la península del Sinaí y los Altos del Golán. En Europa, el Reino Unido solicitaba por segunda vez su adhesión a la Comunidad Económica Europea —adhesión que, también por segunda vez, era vetada por el presidente de la República Francesa Charles De Gaulle—. En Asia, el ejército estadounidense había finalizado la operación ‘Cedar Falls’ y creía ver próxima la victoria en la Guerra de Vietnam. Mientras tanto, en Norteamérica, miles de jóvenes recorrían Estados Unidos de este a oeste en su particular peregrinaje hacia el Verano del Amor.
Su meca era San Francisco; su religión, el movimiento hippie; y su pastor, Scott McKenzie. Él había sido el artista elegido por John Phillips, líder de The Mamas & The Papas, para entonar el himno ‘San Francisco’, la canción que guiaría a toda una generación con el cabello adornado de flores hasta el Festival de Monterey, donde la música pop, folk y rock se aliaría con los principales valores su contracultura: el amor libre, el pacifismo, el naturismo, el anticonsumismo, el ecologismo, la libertad sexual y el antiautoritarismo, entre otros.
“Para aquellos que vienen a San Francisco, el verano es el momento del amor”, rezaba el cántico de McKenzie. La ciudad de California se convirtió en la capital de los nuevos modernos o hipsters —término del que proviene la palabra “hippie”—, que encontraron en el Festival de Monterey un escaparate que secundaría la tendencia iniciada en el ‘Human Be-In’, celebrado en enero de ese mismo año, y que se repetiría en otros acontecimientos como ‘Woodstock’, dos años más tarde, para terminar apagándose a principios de los años 70 debido a la presión mediática conservadora, a su asociación con conductas delictivas como los asesinatos de Charles Manson o el homicidio cometido por los Hell’s Angels durante el festival de Altamont, y a la propia autocrítica surgida dentro del movimiento, que denunciaba su banalización y su utilización como pretexto para el hedonismo y el consumo masivo de estupefacientes.
Era el Verano del amor y el Festival de Monterey, su epicentro. Fue tal su relevancia como espaldarazo a la contracultura hippie que perdimos de vista su importancia como evento musical
Pero todo eso sucedería más tarde. Mientras tanto, junio de 1967 en San Francisco era el Verano del amor y el Festival de Monterey, su epicentro. El núcleo mundial del flower power. Fue tal su relevancia como espaldarazo a la contracultura hippie que en ocasiones perdemos de vista su importancia como evento musical en términos históricos. A veces un acontecimiento artístico alcanza tal dimensión en el plano sociocultural que su propia calidad, aisladamente considerada, queda en un segundo plano. Como la exposición de 1874 en París que dio origen al impresionismo. O las películas ‘Celebración’ y ‘Los idiotas’ que popularizaron el movimiento Dogma. O el concierto de la electrificación de Dylan en el festival de Newport en 1965. El de Monterey, más allá de su significación histórica, fue un festival de música con el que todavía se pueden comparar muy pocos.
Su cartel es de esos que uno se queda mirando embobado, como una colección de arte inaccesible. The Animals, Simon & Garfunkel, Big Brother and The Holding Company, Steve Miller Band, The Byrds, Jefferson Airplane, Otis Redding, Ravi Shankar, Buffalo Springfield, The Mamas & The Papas, Grateful Dead, The Jimi Hendrix Experience o The Who, por mencionar algunos de sus nombres más destacados.
El Festival de Monterey fue ese en el que los Who y Hendrix lanzaron una moneda al aire para ver quién actuaba primero porque ninguno de los dos quería salir al escenario después del otro. Fue ese en el que el mundo descubrió a aquel fenómeno vocal llamado Janis Joplin. Fue ese en el que Estados Unidos vio cómo Hendrix —a quien la suerte quiso colocar después de The Who— terminaba su actuación prendiendo fuego a su guitarra y destrozándola contra el suelo para lanzársela al público a continuación. Ese en el que Ravi Shankar estuvo tocando durante cuatro horas. Ese en el que los músicos actuaron gratis y los beneficios se donaron a la caridad. El de Monterey fue la clase de festival que dio alas a la idea de que el rock and roll cambiaría el mundo.
Ha pasado medio siglo y el Festival de Monterey vuelve a abrir sus puertas. En las mismas fechas, del 16 al 18 de junio. En el mismo lugar, la Feria del Condado de Monterey. Goldenvoice, la compañía promotora del Coachella, y Gregg Perloff, director ejecutivo de Another Planet, se han propuesto resucitarlo cincuenta años después. Ya han confirmado su asistencia artistas destacados del panorama actual como Norah Jones, Gary Clark Jr., Kurt Vile y Jim James, entre otros, así como tres de los grandes nombres que figuraban en el cartel de la primera edición y que repetirán sobre el escenario del festival en 2017: The Animals, Booker T. Stax Revue y Phil Lesh, el mítico bajista de Grateful Dead.
Pero la sensación es extraña. Cinco décadas después, Israel y el mundo árabe siguen enfrentados por la titularidad de Gaza, Cisjordania y el Golán; el Reino Unido y Europa continúan inmersos en su asfixiante relación fatal; y Estados Unidos no ha dejado de iniciar y clausurar guerras al otro lado de los océanos Pacífico y Atlántico. Pero ya no queda ni rastro de aquellas decenas de miles de jóvenes que peregrinaban hacia un ideal. Ya no quedan flores en el pelo. La ideología de la no violencia se ha hartado de chocar una y otra vez contra el mismo muro. El pacifismo, víctima del desengaño, ha caído rendido por agotamiento. Ya no queda nada del Verano del amor.
Solamente queda la música. El rock and roll. Y sin embargo, aunque a veces se parece bastante al de entonces, ni siquiera tiene el mismo sabor. Son los mismos acordes, los mismos instrumentos, las mismas melodías, pero ya no es el mismo rock and roll. El de Hendrix, Joplin, Jerry García, David Crosby o Pete Townshend, aquel que se colaba por el micrófono y se propagaba por tu sistema nervioso como un incendio, hoy se parece bastante a una bonita placa de inducción: calienta, sirve para lo mismo, pero ya no quema.
Vuelve el Festival de Monterey y de nuevo se quedará sin cambiar el mundo. El de 1967 lo intentó sin éxito. El de 2017 sabrá rentabilizar aquel intento.