En cierta ocasión, durante una entrevista para la revista Newsweek en el año 1995, le preguntaron a la soprano Elisabeth Schwarkopf qué opinaba sobre Peter Sellars, famoso por la extrema modernización a la que somete a las óperas clásicas que dirige, a lo que la diva contestó: “Hay nombres que no quiero que se mencionen en mi casa. No digas ese nombre en mi presencia. Como mi marido solía decir, hasta ahora nadie se ha atrevido a entrar en el Museo del Louvre para pintar grafitis sobre la Mona Lisa, pero algunos directores de ópera están pintando grafitis sobre obras maestras”.
No es difícil comprender su argumento. Se han escuchado razonamientos similares estos días a propósito de la alteración del final de Carmen de Bizet en Florencia, que ha sido objeto de abucheos y silbidos por una gran parte del público. Lo que se alega es que nadie —salvo el autor— puede modificar una obra de arte a su antojo. Ni siquiera aunque se justifique aduciendo que la pieza original reproduce una escena de violencia de género que hoy resulta inaceptable.
El arte debe ser comprendido en su contexto histórico. Incluso si nos chirría. Y no podemos aceptar el objetivo de la concienciación social como justificación porque, en tal caso, habría que volver a pintar, esculpir, filmar y escribir miles de piezas que representan situaciones que hoy no encajan con nuestros parámetros de convivencia. Lo que se expone, en definitiva, es que si la moral fuese un criterio válido para enmendar una obra de arte, estaríamos aceptando la peligrosa opción de otorgar a quien sea la capacidad de corregir o no piezas originales de acuerdo con su propia ética. Y eso resulta indistinguible de la censura. Por muy loables que sean sus fines.
Nuevos tiempos
Son argumentos comprensibles. Siendo coherentes, si aceptásemos sin más la modificación del final de Carmen, alguien podría proponer revisar también el resto de óperas. Y el resto del arte. Incluso el actual. ¿Por qué quedarnos en el pasado? Reescribamos, qué sé yo, Los hombres que no amaban a las mujeres. Hagamos que Harriet, como Carmen, se zafe de su agresor. Librémosla de los crímenes sexuales que su hermano comete contra ella y que dan origen a la novela.
Ya no hace falta investigar su desaparición porque nunca existió. La nueva novela dura diez páginas. El empresario contrata al periodista para escribir un libro sobre su familia idílica. El periodista lo escribe. El empresario queda muy contento con el trabajo y le paga. La nueva novela trata sobre cómo el periodista elabora su factura y cómo el empresario va al banco a realizar la transferencia. Ambos toman café juntos habitualmente y charlan sobre los fiordos. Fin.
Una solemne estupidez
Visto así, modificar el final de la ópera de Bizet, aunque sea amparándose en el noble objetivo de la concienciación social sobre la violencia machista, parece una aberración. Sería como eliminar los tapices y las lanas de Las hilanderas de Velázquez, por ejemplo, y en su lugar pintar por encima unos smartphones. Porque si es posible cambiar el final de Carmen argumentando que en él se consiente una agresión sexual, en el caso de Las hilanderas alguien podría alegar que el fin de una eventual alteración del lienzo es sensibilizar a la sociedad contra la explotación laboral de la mujer.
Puedo comprender todos estos argumentos, insisto; que son los de Elisabeth Schwarkopf y los de quienes estos días han reprobado con indignación la alteración del final de Carmen en Florencia. Y podría incluso compartirlos, si no se produjese el pequeño inconveniente de que son una solemne estupidez. Hay una diferencia abismal, cósmica, incluso metafísica, entre reescribir una obra de arte y elaborar una versión de la misma.
No hay alteración
Por supuesto que no se puede justificar la alteración, la corrección, la mutilación de una obra de arte aduciendo causas morales, porque eso implicaría que hoy en día no se podría representar ninguna escena similar. Ni siquiera en obras nuevas. Sería abominable. Pero es que en este caso da igual la justificación porque no hay nada que justificar.
Y no lo hay porque no hay nada que condenar. Porque nadie ha cogido una pluma, ha profanado el archivo y ha rectificado el libreto de Halévy y Meilhac, impidiendo su reproducción. Nadie ha reescrito o corregido una obra original. La Carmen que se está representando en el Maggio Musicale florentino no es más que una versión, como tantas otras ha habido en la historia, y su director, por consiguiente, podrá actualizarla o retorcerla o adaptarla como le venga en gana. Sin necesidad de justificarse. Faltaría más. Que vengan Bizet, Halévy y Meilhac a reclamarle los derechos.
Lo que hizo Peter Sellars en el Kennedy Center en 1985 con El conde de Montecristo, y que recibió la crítica despiadada de Frank Rich en un artículo del New York Times en el que decía que “humillaba a los buenos actores que su puesta en escena castraba”, no fue más que su versión de la novela de Dumas, estuviese más o menos acertada.
Destacar la elegancia
Las bodas de fígaro, obra que Andrei Serban adaptó introduciendo patines, monopatines y columpios y a la que Rich también se refiere en su artículo para hablar de “directores visionarios que están reinventando la rueda”, no es más que una versión de la original de Beaumarchais. Pero, por otra parte, Tadeusz Kantor utilizó maniquíes en lugar de actores en muchas de sus adaptaciones de las obras de Witkiewicz en los años cincuenta y sesenta y su versión de La gallina de agua fue considerada una genialidad en el Festival de Edimburgo, en 1972.
El propio New York Times, sobre la versión de Nosferatu de F.W. Murnau que Ping Chong realizó en los años ochenta, no tenía inconveniente en destacar la elegancia de la adaptación a pesar de que el director trasladaba la acción al universo de la generación yuppie.
La versión de una obra, por lo tanto y como es natural, puede ser aplaudida o criticada en función de su acierto, pero no puede ser despreciada por el solo hecho de tratarse de la adaptación de un clásico, ya sea éste El conde de Montecristo, Las bodas de Fígaro, Nosferatu o Carmen. Sin embargo, en el caso particular de Leo Muscato, el director que ha versionado la ópera de Bizet en Florencia —y que se encuentra consternado por la reacción de parte del público y de la prensa—, la impresión es que ha cometido un crimen. Como si hubiese ultrajado el legado de Bizet. Como si haber modificado Carmen constituyese una herejía. Ni que hubiese cometido una atrocidad intolerable como, qué sé yo, colocar a tres Reinas Magas en una cabalgata.
Preguntas, preguntas
¿Pero tiene todo esto alguna lógica? ¿Tanto puede llegar a molestar una versión de Carmen, que tantas veces ha sido adaptada? ¿A alguno de los que ha puesto el grito en el cielo le ha parecido mal, por ejemplo, que en la versión de Muscato la acción no se ubique en la Sevilla del siglo XIX, como en la original, sino en un asentamiento de gitanos rumanos en la Italia de los años ochenta? ¿Ha indignado esa adaptación a alguien? ¿O es que a la habitual grada reaccionaria sólo le ha molestado el final?
¿Es posible que lo único que ha provocado la ira de algunos haya sido que Don José no saque su cuchillo en la última escena y se cargue a Carmen, quizá porque creen que se está sucumbiendo ante la dictadura de la corrección política? ¿Quizá porque creen que la concienciación social no puede justificar la modificación realizada por el director? ¿Quizá porque creen que el director necesita alguna justificación para hacer con su versión lo que le salga de las narices? ¿Es posible, carajo, que la adaptación del resto de la ópera se la traiga al fresco y que solamente les haya irritado eso?
En defensa propia
Porque me resulta inconcebible. Me resulta inconcebible que lo que provoque tanta rabia no sea en realidad que se versione la obra original, sino el hecho concreto de que Carmen, en el último momento, saque una pistola y, en defensa propia, mate a quien quería acabar con su vida. Una modificación que, por cierto, Muscato incluyó porque no quería que el aplauso final del público coincidiese en su versión de Carmen con el preciso instante en el que un hombre apuñala mortalmente a una mujer.
Porque no quería que en una versión actual de la historia, con más de 100 mujeres asesinadas por hombres cada año en Italia, el momento en el que la gente se pone en pie para alabar la función coincidiese con semejante escena. Sea por una cuestión de concienciación social, por una simple cuestión de tripas o por lo que sea. Me pregunto cuántos de los que se han enfurecido tanto lo habrían hecho si la versión fuese exactamente igual menos eso.
Carmen está intacta
Elisabeth Schwarkopf tiene razón. Igual que no se pueden pintar grafitis sobre la Mona Lisa, no se pueden pintar grafitis sobre los clásicos de la ópera. Por eso hay nombres, como el de Peter Sellars, que no pueden ser pronunciados en su casa. Y eso es así aunque lo que Peter Sellars o Leo Muscato hagan sea pintar su propia versión de la Mona Lisa y luego dibujarle encima los grafitis que les da la gana. Porque hasta donde yo sé, y a pesar de lo ocurrido en Florencia, Carmen está intacta.
Y se puede interpretar igual, sin versión alguna, siempre que así se desee. Nadie va a reescribir la original. Igual que nadie va a pintar smartphones en Las hilanderas. Ni a cambiar el origen de la saga Millenium. Igual que Andrei Serban no estropeó el trabajo de Beaumarchais. Ni Peter Sellars el de Dumas. Por mucho que en casa de Elisabeth Schwarkopf no se pueda mencionar su nombre.
Intolerancia en el público
Una mujer que, por cierto, tal vez fuese la única soprano que logró rivalizar en talento con Maria Callas. Una gran divulgadora del lied alemán. La preferida de Herbert von Karajan. Y que, al igual que él, debido a la presión ejercida por quienes conocían su pasado, tuvo que acabar reconociendo que había militado en el Partido Nazi. Así, sin más. Como si no tuviese importancia. Como si fuese un mero pecado de juventud. Pero la realidad es que algunos nunca la perdonaron. Incluso The New York Times se refería a ella como “la diva nazi”.
Y a lo mejor se trata de eso. Puestos a ser injustos e intolerantes, a lo mejor lo que ocurre es hay que ser un poquitín nazi para que te moleste que se versione una ópera. A lo mejor hay que ser un poquitín nazi para prohibir que se pronuncie el nombre de un director en tu presencia sólo por haber adaptado y modernizado un clásico. Y a lo mejor hay que ser un poquitín nazi para sulfurarse como un cabestro sólo porque en una versión de una ópera un hijo de puta no le quita la vida a una chica inocente.
O bueno, a lo mejor no. A lo mejor simplemente hay que ser un poco idiota.