España, durante mucho tiempo, le ofreció sus brazos, le piropeó y lo imaginó a su lado. Lo quiso, lo deseó y lo invitó a fundirse en noches para la historia. Pero el oro siempre se negó. Se fue con otro y, desde la distancia, le guiñó el ojo. Le dijo aquello de: ‘Quizás a la próxima’. Hasta este domingo, cuando por fin, el metal preciado, la presea maldita, escuchó el susurro ‘Hispano’ y acudió sin miramientos. ¡Y no es para menos! Después de semejante despliegue, tras levantarse reiteradas veces durante este campeonato, tenía que caer. Y cayó. Contra Suecia, en la final, por fin, el continente se rindió ante los pupilos de Jordi Ribera [narración y estadísticas: 29-23].
Fueron cuatro finales perdidas (1996, 2008, 2006 y 2016), cuatro platas, cuatro sinsabores. Tocaba, por tanto, rescatar el pasado, aprender de los errores y buscar en ellos la salvación. De primeras, decía David Balaguer a este diario, había que empezar bien. Eso era obligatorio. Ya había servido contra Francia y se había hablado para ponerlo en práctica frente a Suecia. Pero no ocurrió. Los ‘Hispanos’ comparecieron en ataque –a pesar de encontrarse a Appelgren reiteradas veces–, pero fallaron en defensa. Se impulsaron por medio de Ferrán Solé (4 de 4 en la primera mitad), pero naufragaron atrás. Y Nielsen, un gigantón con pies ligeros y trabuco en el brazo, se aprovechó (4 de 5). Él y su equipo, que llegó a irse a tres de distancia y contemporizó la renta hasta el descanso (12-14).
España tenía que corregir. No le quedaba otra. Era un sí o sí, no se aceptaba un no por respuesta. Ese oro prohibido esperaba para la gloria Hispana. Sólo se contemplaba morir en la pista, como auspiciaba Viran Morros en sus redes sociales. Y eso es lo que hizo el equipo de Jordi Ribera, que apretó los dientes y enturbió la mirada. Prescindió de la sonrisa para cuadrarse en armas contra los suecos. Toque de corneta y adelante. Al ataque, con Aitor Ariño, talismán -no había estado en un gran campeonato desde que ganara el Mundial en 2013- y, sobre todo, David Balaguer (5 de 6), para irse hasta el 21-16. ¿Cómo? Mordiendo en defensa y saliendo por los extremos: rápido, sin medida, con preciosismo y muñeca.
Se lo creyó España. No podía ser de otra manera. De repente, todo funcionaba: el tiro exterior, el ataque, la defensa… ¡y Arpad Sterbik! El portero, llegado directamente para las semifinales por la lesión de Gonzalo Pérez de Vargas, se alzó contra Francia, emergiendo en los siete metros, e hizo lo propio frente a Suecia en la final. Pero no sólo él. Todos. Desde Ferrán Solé, inconmensurable durante todo el campeonato (5 de 6 en total), hasta Raúl Entrerríos, el capitán del oro prohibido, el nexo de unión entre la generación de oro del balonmano español y la prometedora nueva remesa. Todos, en definitiva, como equipo, como conjunto y grupo coral. Un equipo sin medida que ha hecho algo histórico: proclamarse campeón de Europa por primera vez en la historia de España.
Y lo ha conseguido después de una segunda parte para la historia. De nuevo, bajando para volver a subir, cayendo para emerger, como durante todo el campeonato. Como cuando cayó frente a Eslovenia y después se impuso a Alemania y Francia. Como ha hecho en la final, buscando el vestuario con la cabeza gacha y levantándola en la segunda mitad para alcanzar cotas de excelencia en su juego. Por algo España es campeona de Europa, por eso ha hecho historia. Por siempre; para siempre.
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