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Joana Pastrana (Madrid, 1990) ha acumulado tachaduras en el calendario, 10 entrenamientos a la semana –todos con hombres–, madrugones, agujetas y guanteos. Ha aguardado, sin conocer a su rival –primero fue la china Zongju Cia y finalmente peleará con la turca Oezlem Sahin–, hasta poder disputar el campeonato del mundo de peso mínimo de la Federación Internacional de Boxeo (FIB). Finalmente, lo hará este viernes en el Polideportivo José Caballero de Alcobendas (19:30, apertura de puertas). Entonces, se olvidará de las malditas alarmas del despertador, de las miradas ensoñadoras al cinturón de campeona de Europa –lo ha sido en dos ocasiones– y de la dieta, esa que tanto odia. “¡A quién no le gusta comerse un cocido!”, reconocía, hace tiempo, en conversación con este diario. Tendrá a su disposición hacer historia; convertirse en la segunda española en ganar un Mundial y abrir camino.
Este viernes, Joana hará un ‘efecto llamada’, mandará un SOS nacional. Pondrá el boxeo en la parrilla, sacudirá los prejuicios –esos que dicen que una mujer no puede pelear–, se vendará, se pondrá los guantes y lanzará un golpe a la yugular de la historia. Tratará de ser la punta de lanza de un deporte que cuenta con una generación de oro aún por descubrir por el gran público: Miriam Gutiérrez, Jon Fernández, Kermán Lejarraga o Sandor Martín. Ella, desde Madrid, buscará sacar del anonimato nacional al boxeo femenino –se espera lleno en Alcobendas, aunque todavía quedan entradas–. Y, de paso, intentará cumplir su sueño, el que nunca vislumbró y ahora toca con la yema de los dedos.
Lo suyo, realmente, se intuía un imposible hace tiempo. Joana, hija de una controladora de estacionamiento y de un padre carpintero, jamás exhaló esa posibilidad en sus comienzos. De pequeña, jugó al fútbol y se inició en el muay thai. Pero, aquella niña pequeña, revoltosa y traviesa, esa que escondía a su hermana en el cesto de la ropa sucia, quiso boxear. Un combate. Otro. Y otro más. Hasta disputar el campeonato de Europa contra Tina Rupprecht. Y, entonces, escuchó cómo se rompía el segundo metacarpiano. Aguantó 10 asaltos con la mano rota, terminó la pelea y fue al hospital. La operaron y se pasó cinco meses sin entrenar.
Pero se levantó. Cuando otros flaquean, ella sacó fuerzas y siguió. Se proclamó campeona de Europa contra Sandy Coget y después revalidó el título frente a Judit Hachbold. “Lo peor y lo mejor que tiene es su carácter. Es tan brava y tan fiera que a veces tenemos que frenarla”, reconocía Nicolás González, su entrenador –y también boxeador–en una entrevista con EL ESPAÑOL. Entonces, no hizo falta más. Fijó su mirada en el campeonato del mundo. Antes, lo había dejado todo. Un día llegó al local donde era camarera y dijo que no volvía. Lo hacía para ser la mejor del planeta en su peso.
Este viernes, en Alcobendas, con el Polideportivo José Caballero a reventar, subirá al ring para alzarse como campeona del mundo. Eso es lo que lleva esperando siete meses, lo que sueña mientras ve películas de terror –sus favoritas–, se dedica profesionalmente al boxeo –algo casi imposible en este país– y estudia marketing e informática. Mientras, en definitiva, rompe una lanza a favor del deporte femenino y abre camino. Se convierte en la pionera, en la única. Aunque le dé vergüenza la fama; aunque siga siendo la chica a la que en el pueblo, en el supermercado, sigan preguntando cómo lleva los partidos. La misma que después, entre risas, responde: “¡Muy bien, los voy ganando todos!”.