Los hombres siempre han querido ponerse retos. Demostrar que son mejores, que pueden superar cualquier obstáculo. Así comenzó la carrera por coronar las cimas más altas de la tierra a finales del siglo XIX.
Alfred Mummery fue el primero en retar al Nanga Parbat (8126 metros). Él fue el líder de la expedición británica que se asomó a las faldas del coloso situado en el norte de Pakistán. Su intento, en 1895, supuso el primero de subir un ochomil, pero solo llegó a los 6100 metros en la cara Diamir, la cara oeste de la montaña. Mientras buscaba una ruta distinta para intentar el ascenso, desapareció en la cara este (vertiente Rakiot). Lo más probable es que él y su equipo fueran víctimas de uno de los numerosos aludes que se producen durante el monzón.
No se organizó ningún otro intento de alcanzar la cima hasta los años 30 del siglo XX. En esa década, las distintas naciones competían por ser las primeras en coronar las cumbres más altas del planeta, y solo los británicos tenían acceso al Tíbet. Los alemanes, después de descartar el K2 (8611 metros) y el Kanchenjunga (8568 metros), pusieron su meta en el Nanga pensando que sería el objetivo más factible. Un error fatal. El Nanga Parbat pronto se conoció como “la montaña asesina”: entre 1932 y 1939, hasta seis expediciones alemanas intentaron subir la montaña, ninguna superó los 7800 metros y 26 personas fallecieron.
¿Por qué seguían intentándolo a pesar de los fracasos? En 1924 un periodista le hizo una pregunta similar a George Leigh Mallory, que realizó hasta tres expediciones para tratar de coronar el Everest. “¿Por qué insiste tanto en subir el Everest?”. “Porque está ahí”, respondió. No había más razones. Y ese año, Mallory, casado y con tres hijos, fallecería intentando coronar el techo del mundo.
Vengar a los alemanes
Pero volvamos al verano de 1953. Tres años antes, los franceses ya habían conquistado el Annapurna (8091 metros) y los ingleses estaban a punto de hacer cumbre en el Everest (8848 metros). Los alemanes querían adueñarse de un ochomil y el encargado de formar equipo fue el doctor Karl Herrligkoffer. Era un apasionado del alpinismo y, desde los dieciséis años, tenía una deuda pendiente con el Nanga Parbat. En 1937, en una de esas expediciones alemanas, su cuñado, Willy Merkl había encontrado con la muerte en su cuarto intento de alcanzar la cumbre.
Para redimirle, el doctor reclutó para su expedición a ocho personas más. Entre ellos había veteranos himalayistas, como el líder de los escaladores, Peter Aschenbrenner, que ya había participado en las expediciones fallidas al Nanga en 1932 y 1934, otro médico, un fotógrafo; y varios jóvenes prometedores, como Kino Rainer y Hermann Buhl, un austriaco de 29 años conocido por sus ascensiones en solitario a algunas de las montañas más complicadas de Europa.
La expedición no contaba con demasiados recursos. De hecho, gran parte de los gastos se sufragó con colectas populares en Alemania, no recibieron fondos públicos y se buscaron formas de abaratar los costes. Para no pagar los aranceles de la aduana pakistaní, por ejemplo, prometieron colgar una bandera del país en la cima de la ansiada montaña.
El 26 de mayo ya tenían todo el material de escalada en lo que sería su campo base, a 4450 metros. De camino, Herrligkoffer escribió en su diario: "En este caos de pedregales y de rocas, en la luz blanquiazul de las murallas de nieve y de hielo, uno siente que solo aquí, en la cumbre coronada de eternas nieves de este gigante de la montaña, pueden conocerse la pureza y la grandeza divinas. Pensando en mi cuñado y en sus compañeros, no puedo imaginar para ellos una tumba más hermosa que la que el Destino les ha deparado".
Su plan para alcanzar la cumbre consistía en preparar los distintos campamentos de altura durante las próximas semanas e intentar el ataque definitivo a la cima a finales de mes, entre el 15 de junio y el 6 de julio, cuando suelen abrirse ventanas de buen tiempo. Los primeros días pasaron despacio, y los hombres de Herrligkoffer necesitaron varios intentos para alcanzar y montar el Campamento II a 5300 metros.
Además, una vez allí, los partes meteorológicos no auguraban buenas noticias: unas nubes ocultaban la montaña desde los 5000 hasta los 7500 metros de altitud, la última década de mayo había traído intensas nevadas nocturnas de entre 30-40 centímetros, "los días completamente soleados parecen ser excepcionales". Por eso, la expedición alemana necesitó tres semanas para transportar todo el material hasta el segundo campamento.
El 17 de junio llegó otra noticia al campamento base: los ingleses habían vencido al Everest. Todos se alegraron: era una prueba más de que ellos también podrían su objetivo, pero, al mismo tiempo, esa noticia significaba también que su expedición se convertiría una vergüenza para la nación si no acababa con éxito.
Una ventana de buen tiempo
Pero los retrasos siguieron y el monzón se acercaba. El 29 de junio el tiempo en la montaña era malo y la moral de los integrantes de la expedición, cada vez más baja. Kuno Rainer, uno de los hombres fuertes de Herrligkoffer, que siempre iba en la delantera con Buhl, se lesionó en una pierna y tuvo que descender al campo base.
Pero cuando parecía que ya no había más opciones, esa tarde, algunos porteadores aceptaron subir el material necesario para equipar el último campo de altura hasta la vanguardia de la expedición a cambio de 10 rupias. Sin embargo, el acontecimiento que nadie pudo prever se produjo a la mañana siguiente: habían desaparecido las nubes.
Era una ocasión perfecta para preparar el último campo de altura (6900 metros) en la Cabeza del Moro. Otto Kempter, que compartía tienda con Buhl, contó después que todavía a las seis de la tarde no habían anclado su pequeño cobijo, que hubo una gran tempestad hasta medianoche y que apenas había dormido dos horas cuando Buhl le despertó. "Es hora de salir". Pero Kempter casi no le entendió. No tenía fuerzas. Medio dormido, le respondió que aún era pronto, que habían quedado en levantarse más tarde. Luego supo que su compañero no había dormido ni una hora. Llevaba en su saco desde las nueve de la noche, pero no pensaba más que en la cumbre que tenía que vencer.
El 3 de julio de 1953, a las dos y media de la madrugada, Hermann Buhl se pone en camino para alcanzar la cima del Nanga Parbat. Le esperan por delante 1300 metros de desnivel. Es ahora o nunca. Nadie espera que la ventana de buen tiempo vaya a aguantar mucho.
"El cielo está muy despejado y una hermosa y clara luna ilumina con su plateada luz la arista que se perfila ante mí", recordará unos días después el alemán. "Hace mucho frío y nada de aire". Los primeros metros los supera muy rápido y hace un breve descanso a las cinco de la mañana, cuando el sol aparece tras las montañas vecinas. Tras otras dos horas de caminata ya está a 7400 metros. "Descanso un momento y vuelvo a emprender la ascensión. La altura todavía no me molesta mucho: cada paso exige dos inspiraciones profundas. Otra pequeña pausa".
A 7500 metros el oxígeno se enrarece aún más. Buhl, en otro de sus pequeños descansos, se gira y ve una pequeña silueta "que avanza muy lentamente y se detiene con frecuencia para sentarse". Es Kempter, que le ha ido siguiendo a una hora de distancia. Pero cuando se para por segunda vez, no vuelve a ponerse en marcha. Ha abandonado en su intento de alcanzar la cumbre.
Buhl continúa entonces solo, aunque la antecima del Nanga parece no acercarse y él lleva ya varias horas andando. Según sus cálculos, tendría que llegar a la cumbre a mediodía para ponerse a resguardo antes de que anochezca.
La mochila le pesa tanto que Buhl decide dejarla a los pies de la rampa que conduce a la antecima. "Me arrollo el anorak a la cintura, me pongo en los bolsillos el banderín, mi máquina fotográfica, mis guantes de recambio y mi cantimplora llena de infusión de coca. Añado también Pervitina y Padutina contra las heladuras y cojo mi piolet. De pronto me siento más fuerte, mi marcha se hace mucho más rápida y, con toda mi energía, subo hasta la antecima (de 7910 metros de altitud)".
Antes de enfrentarse a la brecha del Diamir, el escalador tirolés consume dos tabletas de Pervitina, una metanfetamina que le estimulará durante las seis o siete horas siguientes. Es el tiempo que tiene para subir a la cima y encontrar cobijo. Ya son las dos de la tarde.
A las seis de la tarde, Buhl alcanza los 8000 metros de altitud. "Las fuerzas se me acaban. Como montañero, sé que debo proseguir hasta el fin, pero no sé si ese sentimiento puede aplicarse al Nanga Parbat, ese pico inviolado que ha costado ya tantas vidas humanas". Toma un último trago de coca para coger fuerzas y ya está a cien metros de la cima. "Abandono mis bastones de esquí, incapaz ya de andar, avanzo a gatas. Repentinamente baja todo el suelo a mi alrededor... ¡Estoy en la cumbre!".
Regreso entre alucinaciones
Hermann Buhl pasó a la historia el 3 de julio de 1953. Su expedición al Nanga Parbat supuso la tercera coronación de un ochomil en la historia (después de los ascensos al Annapurna y al Everest), la primera vez que alguien subía solo a la cumbre (aunque la primera expedición completamente en solitario la logró Reinhold Messner en 1978, también en el Nanga Parbat) y la primera vez que se alcanzaba una montaña de esa altura sin utilizar oxígeno.
"A decir verdad, no experimento la alegría que esperaba. Sólo me siento muy dichoso por haber acabado esta interminable ascensión". Buhl recuerda que eran las siete de la tarde. Muy tarde. Sacó de sus bolsillos el pequeño banderín tirolés de su club de montaña, lo ató al piolet y sacó varias fotografías. Luego hizo lo mismo con la bandera de Pakistán.
Son las siete y diez cuando Buhl deja la cumbre rocosa. El sol desaparece del horizonte y el frío se hace sentir. Como ha dejado su piolet en la cima, su único apoyo son los dos bastones de esquí. Además, a los pocos metros, uno de sus crampones se le suelta. Está a 150 metros de la cumbre cuando llega la noche. "Adivino a escasa distancia los contornos de un bloque de rocas y procuro llegar a él. Apoyo mi cuerpo en la pared, de una inclinación de 50º, y paso la noche en pie". Todo su equipo de vivac está en la antecima, así que solo puede servirse de unas píldoras de Padutine (unas hormonas que ayudan al sistema circulatorio) para pasar la noche a 8000 metros.
Fue una noche fría. A las cuatro de la mañana, Buhl ya no siente sus pies, "las botas estás rígidas, las suelas de goma se hallan recubiertas de hielo". Un resbalón a esa altura puede significar la muerte.
Pero el alemán avanza. A mediodía llega a las rocas de la brecha del Diamir. Para agarrarse mejor, se quita los dos pares de guantes. Cuando quiere volver a ponérselos, ya no encuentra más que un par.
De acuerdo con lo que contó después, durante todo el día Buhl tuvo la sensación de que alguien le seguía. En varios momentos estuvo tentado de girarse para hablar con su compañero. Cuando buscaba los guantes, ese silencio le respondía que se habían perdido. Cuando ya en la antecima encuentra su mochila y puede beber y comer algo, distingue dos puntos negros. Les grita. Oye voces y llamadas. Le llaman por su nombre. Pero esos puntos no se mueven. No son más que piedras.
Buhl toma las últimas pastillas y sigue bajando. "Cada dos o tres pasos exigen al principio diez inspiraciones precipitadas, luego veinte. A las 17'30 miro hacia abajo y veo a dos compañeros en la Cabeza del Moro. Esto me anima, e impulsado por una fuerza misteriosa, vuelvo a ponerme en marcha con más facilidad".
Uno de esos compañeros es Hans Ertl, que había subido esa tarde al Campo V para colocar una lápida en homenaje a los muertos de 1934. Al verle, corre a buscarle. El otro compañero es Walter Fruenberg. "Nos parece que regresa del más allá", contará después. "Poco nos importa si ha llegado a la cumbre o no. Vive, viene a reunirse con nosotros, y esto basta".
El grupo de vanguardia, con un Buhl victorioso, llegó al campamento principal el 7 de julio y fueron coronados de flores. El doctor Herrligkoffer, líder de la expedición, atendió los congelados dedos del héroe del Nanga y le aplicó los primeros cuidados médicos. En el libro que escribió tras la expedición, el doctor recuerda que, durante todo el trayecto entre la base del Nanga y la ciudad más próxima, fue preciso transportar a Buhl. Estaba extenuado.
Hermann Buhl desapareció el 27 de junio de 1957 tras caer al vacío en su ascensión al Chogolisa (7665 metros). Nunca se encontró su cadáver. Unas semanas antes había logrado coronar por primera vez el Broad Peak (8047 metros).
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