Espero no molestar a ninguno de mis incondicionales, pero 'La guerra de las galaxias' llegó a mi vida en un momento inoportuno. No tenía ni la inocencia de un niño, ni la madurez necesaria para disculpar sus obviedades y apreciar las trazas de un western que respetaba los códigos clásicos con una excelsa utilización de los efectos especiales. En definitiva, me pareció una mediocre película de aventuras, con una trama gastada situada en una lejana galaxia con el único propósito de poner a funcionar las nuevas tecnologías. En 1977, mis preferencias ya estaban en Woody Allen, Berlanga y Monty Python y con la insolencia de la juventud despreciaba todas las superproducciones que me parecía que venían sólo en busca del dinero. Demasiado joven o demasiado viejo nunca me sentí atraído por el universo galáctico que tantas pasiones despierta.
Tampoco en el equipo de baloncesto del Real Madrid de la temporada 1991-92 había ningún enfervorecido seguidor de la saga ni el fetichismo cósmico se había extendido, con lo que la llegada del pívot de 211 cm., Mark McNamara, más que por su participación en el rodaje de algunas entregas de la serie enfundado en el traje de Chewbacca, causó expectación por su pasado en la NBA y por su llegada con la temporada en curso, algo no muy común en aquellos tiempos. Quién lo diría viendo el baloncesto actual. El caso es que el fichaje más estelar de la historia del Madrid generó mucha más conversación entre nosotros por el deporte que por el cine. Mark había formado parte de los Sixers de Malone y Julius Erving, ganadores del anillo en el 83, y del showtime de los Lakers de Magic y Jabbar. En nuestro equipo, Lucas tenía la guerra perdida.
En cambio, Mark fue tan buen compañero de fatigas como Chewbacca, aunque con un discurso mucho más inteligible. Tipo duro en la zona y buen conocedor de su oficio, fuera de la cancha es esa clase de personas con las que da gusto compartir el tiempo. Gran conversador y con un excelente español libre del característico acento estadounidense, en seguida encontró en Madrid esa ciudad del gusto de los californianos amantes del buen humor y de la buena mesa. Avatares del destino, terminamos viviendo en el mismo edificio, él con su primo Peter, un actor al que nuestra antigua telefónica truncó su carrera. Siguiendo instrucciones de su agente, vino a España en busca de un papel en el Colón de Ridley Scott, pero la compañía cortó su línea telefónica por problemas burocráticos cuando estaba esperando la llamada de la productora para concertar una cita en el proceso de selección de actores. El restablecimiento de la línea llegó demasiado tarde. Una vez más, eran otros tiempos.
Peter perdió el papel pero ganó unos amigos, la plantilla del Madrid y quien escribe y su familia. Así que, atrapado por los vientos de la capital, decidió quedarse unos meses en los que los primos grabaron un corto con la participación, entre otros, de Ricky Brown, Fernando Romay y un servidor, según nos decía para presentarlo al Festival de Cortometrajes de Carmel. Siempre sospeché que la verdadera razón de aquel montaje fue que Peter se quería ligar a la protagonista, su amor imposible en Madrid. La vieja historia...
Más de veinte años después, en los que no hemos vuelto a vernos, guardo un grato recuerdo de aquellos meses y de las ocurrencias de Mark, que siempre se comportó como una persona educada, colaboradora y un excelente colega de equipo. Un amigo que ahora vive en Alaska, aquejado de una dolencia pulmonar que no le impide continuar con una de las pasiones de su vida: es editor de documentales. El baloncesto hace extraños compañeros de viaje, pero nunca pude imaginar que Chewbacca llegara a ser mi vecino.