Valencia Basket ha encontrado la principal clave para ganar una final, la tercera de esta temporada: disfrutar. Quizá la presión pudo con el conjunto taronja en la Copa del Rey y en la Eurocup, pero no con la ACB de por medio. La satisfacción del deber cumplido (una gran temporada) y el premio de jugar la próxima Euroliga ha hecho que los hombres de Pedro Martínez jueguen liberados desde el primer partido. Y eso se notó con especial énfasis en el tercer encuentro, primero en la Fonteta. Fue la demostración más palpable de que este Valencia es serio candidato al título, por si alguien no se había dado cuenta. También de que este Real Madrid se encuentra no sólo en el peor momento de su temporada, sino en el más dramático que se recuerda en la canasta blanca desde hace bastante tiempo. A Pablo Laso y sus chicos sí que les está doliendo sobremanera ser favoritos en esta serie. Tanto como para estar a un partido de ceder la liga [Narración y estadísticas: 81-64].
Frente a la alegría taronja, la más profunda desazón madridista. No queda ni rastro del equipo que llegó a mostrarse arrollador este curso, sobre todo en Europa. El cansancio se ha llevado por delante el alma y el buen baloncesto del Madrid. Desde la pasada Final Four, la cuesta abajo ha sido tremebunda. Con especial saña en esta final. Si en el segundo encuentro las prestaciones del vigente campeón fueron muy pobres, aún lo fueron más en el tercero. Las buenas vibraciones defensivas del primer cuarto (hasta 11 puntos arriba) y la irrupción de Luka Doncic en el segundo resultaron ser un espejismo cruel. En cuanto Valencia apretó las tuercas atrás y empezó a anotar desde el triple, se inició un duelo totalmente distinto. Uno que dominaron los locales por goleada.
El primero que creyó que sí se podía, que los suyos podían quedarse a 40 minutos de la gesta más grande del baloncesto español en mucho tiempo, fue Fernando San Emeterio. Sus playoffs, como el minuto en el que cambió él solito el partido en el segundo periodo, han sido y son de escándalo. Pasa lo mismo con los de Bojan Dubljevic. Un jugador franquicia que juega y hace jugar. Esto último lo ejemplificó a las mil maravillas Will Thomas, otro de los grandes ogros del Madrid en esta final, arrollador por dentro y bien surtido de balones por su compañero montenegrino. Y, en plena mascletá valenciana, Diot, Rafa Martínez, Vives y Sikma también contribuyeron al petardazo. Desde luego, el triunfo fue más que colectivo.
Qué (grandísima) diferencia con la actuación del Madrid. Parece mentira que cuatro de sus jugadores terminasen con dobles dígitos anotadores, porque la imagen distó mucho de ser la mejor. En cuanto Valencia entró en el partido, lo igualó y se puso a mandar en el electrónico, los visitantes se diluyeron a lo grande. Otra vez jugando a rachas, sin carácter ni ningún rumbo claro. Llull, como siempre, ejerció de superhéroe, aunque más que solitario y sin final feliz. Ayón intentó salvar los muebles en la pintura, pero Dubljevic y Thomas lo hicieron tan bien que su desempeño quedó muy diluido. Doncic desapareció tan pronto como hizo acto de presencia y Rudy Fernández, aun con buenos minutos, estuvo muy lejos de ser el killer del primer partido.
Aunque, sin duda, el hombre que ejemplifica el gran pesar del Madrid en la recta final de esta campaña es Anthony Randolph. Llamado a ser referente con los títulos a la vuelta de la esquina, su actuación a la hora de la verdad tanto en la Euroliga como en la ACB no puede ser más decepcionante. Desaparecido es decir poco, y el equipo blanco no puede echarle más de menos. Como a algunos de sus secundarios de lujo: Carroll, Hunter, Reyes, Nocioni...
Definitivamente, se ha llegado con la lengua fuera al tramo decisivo del año. Y, si los de Laso no son un bloque compacto y sólido como sí lo está siendo el de Valencia, todo habrá acabado el viernes. Con los fantasmas de 2014 sobrevolando la Fonteta, y un gran equipo enfrente, se trata de ganar o ganar. Pero también, siendo francos, de cambiar de forma radical en 48 horas. Porque, ahora mismo, el título es más de color naranja que blanco. Una realidad que, aunque todavía puede variar, existe. Por juego y por sensaciones.
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