Reloj, marca las horas y mucho en el baloncesto. Porque, cada vez que lo haces, aparece Vassilis Spanoulis. Da igual que haya presentado una estadística paupérrima durante medio partido (cuatro puntos y unos porcentajes de los que mejor no acordarse). Al santo y seña del Olympiacos le ponen el picorcito del bocinazo, los finales apretados, la adrenalina de los instantes decisivos. A Spanoulis hay que esperarle cuando la puerta está a punto de cerrarse. Cuando todo todavía puede cambiar… y lo hace con él de por medio. Vuelve la maldición del CSKA. Vuelve la bestia negra rusa. Vuelve El Pireo, como en 2015, a la final de la Euroliga [Narración y estadísticas: 78-82].
Agravanis y Young se golpeaban el pecho medio incrédulos en el banquillo heleno, en señal de celebración, con todo a punto de concluir. Increíble, pero cierto: su equipo, a base del coraje y el carácter posiblemente más puros de toda la canasta europea, iba a tumbar al vigente campeón de Europa. Así lo quería una fortuna revestida de unos cuantos aciertos desde el triple. Pero una fortuna buscada y deseada. Porque si algo movió al Olympiacos eso, desde luego, fue el hambre de triunfo.
Dio igual que el CSKA llegase a escaparse de 13, como tampoco importó en absoluto que la solvencia estuviera más del lado de los de Moscú. El partido se iba a decidir en el terreno de la garra, y ahí pesó mucho más la fe inquebrantable de los griegos que las florituras de Teodosic, De Colo o Jackson. La fe, por cierto, de un equipo que ya no tendrá tantos nombres ni talonario como antaño, pero sí la misma pasión. Intacta, rutinaria, edificada a partir de la auténtica piña que forman los hombres de Sfairopoulos.
Un equipo con mayúsculas, que no entiende de titulares y suplentes. Uno que tan pronto puede abonarse a Printezis, el héroe clásico, como a Green, más inesperado y fundamental en la victoria. Como, en definitiva, gran parte de los secundarios del Olympiacos. Sin el esfuerzo titánico de Mantzaris, Papanikolaou, Agravanis, Milutinov o Birch, todo habría sido en vano. Mención especial para el juego interior griego que, en clara desventaja con los Hine y Augustine de turno, se agigantó más que nunca.
Eso sí, si hablamos de jueces no se puede pasar por alto a la afición del Fenerbahçe. Se trata del auténtico César baloncestístico de esta Final Four. No sólo en esta apertura del evento, en la que decidieron la muerte rusa, como si bajasen el pulgar metafóricamente hablando, con sus cánticos, sino en otras muchas cosas. ¿Que uno quiere llegar al Sinan Erdem Dome sin pérdida? A seguir a los turcos. ¿Cuál es la camiseta que más se ve por las calles de Estambul este fin de semana? La del equipo de Obradovic, por supuesto. ¿A quiénes se les oye cantar y gritar con más fuerza en el pabellón? A los locales, faltaría más. No está mal tirado lo de retrotraernos a la antigua Roma, no señor. Ya hemos visto que la cosa fue, y mucho, de gladiadores.
Aunque, al final, decidieron los dioses. Los inabordables y que no son de este mundo, como Spanoulis. También los más terrenales, de esos que también ganan partidos, como Green. El uno y el otro volvieron a sumir al CSKA en un trauma psicológico que nunca se acaba con el Olympiacos. Nacer, desarrollarse y morir, por supuesto, con el cuchillo entre los dientes. Y que a nadie se le ocurra ponerlo en duda. Nunca.