Los niños de mi generación nos aficionamos al ciclismo a lomos de una bicicleta pesada sin cambios ni cables en la que fantaseábamos con las etapas que nos contaban las crónicas. Apenas teníamos más imágenes que los reportajes del No-Do y las colecciones de cromos, cuyos protagonistas recortábamos para hacer carreras de chapas. Un mundo de fantasía que poco a poco pudimos contemplar en su plenitud.
En los años 70 llegaron las trasmisiones televisivas de los finales de etapa. En los 80, los aparatos en color y, por último, pudimos disfrutar de las jornadas montañosas en su integridad. Entonces, con Indurain, Perico, Lemond y compañía, los ataques se sucedían y los protagonistas entraban y salían de la escena como en un vodevil. No había muchas cámaras para seguir a los corredores ni GPS, por lo que de vez en cuando aparecía Fignon sin que se supiera muy bien de dónde venía.
Este verano hemos asistido al Tour más aburrido que se recuerda para cerrar un ciclo que ha convertido la carrera más importante en una guía turística. El extenuante esfuerzo de los corredores al servicio de unas tomas aéreas espectaculares de los monumentos y los parques naturales franceses. Y lo que es más ajeno a la esencia de esta carrera: la esperada montaña resulta más monótona a cada edición. Si el año pasado solo hubo dos ofensivas de los favoritos, la primera de Froome y la última de Quintana; este año ni eso.
Ocaña y Fuente atacaron a destajo a Merckx. Hinault, a Lemond y viveversa. Rominger y la ONCE, a Indurain, Hasta Beloki y Ulrich se atrevieron con el todopoderoso Amstrong. Pero en el Tour más rácano de la historia, Froome se va a casa vestido de amarillo sin recibir un ataque serio en una etapa de montaña. Y lo que todavía es peor para el espectador: sin lanzarlo él. El guión se ha repetido con tal exactitud cada una de las jornadas que, como siga así, el Tour podría pasar de Teledeporte a los documentales de La 2 sin que los telespectadores nos diésemos cuenta: deslumbrante por la entrega y los parajes, pero sin ninguna emoción ni lucha por el triunfo.
Al ciclismo le afecta cada vez más la fiebre defensiva que ha atacado a otros deportes y que tiene más que ver con la prudencia de los entrenadores que con el arrojo de los deportistas. La última Eurocopa ha sido un tostón como lo fue el Mundial o la final de la Champions. También el baloncesto sufrió durante años el 'basket control' del que nos liberó el Madrid de Pablo Laso. El conservadurismo en el Tour es cada año más notorio, y el personal se aferra a una posición entre los quince primeros de la general o se conforma con una clasificación de pedrea. Parece imperar la ley de 'no me muevo, no sea que vaya a ser peor'.
Al menos, en la penúltima etapa Ion Izaguirre salvó el honor patrio y 'Purito' se despidió del Tour con una última ofensiva que hace honor a su trayectoria. Poca recompensa para tantas horas de paciente televidente, en las que ni siquiera los aspirantes más timoratos de la historia se atrevieron a probar a un Froome magullado por la caída del penúltimo día de montaña. Nunca añoré tanto a Contador.