Hay días en que la celebración no puede ser completa, en los que las victorias no saben a manjar y a gloria. Esas jornadas, uno se siente raro. Tiene que levantar los brazos, esgrimir una sonrisa y posar para las fotos –fingir, en definitiva–, pero en su mente le corroen los problemas. Chris Froome conoce la sensación. Este domingo, en Roma, en la ciudad eterna, el británico se sintió dichoso: ha sido el primer ciclista en ganar las tres grandes consecutivamente (Tour, Vuelta y Giro), ha hecho historia. Sin embargo, la sombra del dopaje se cierne sobre sus hazañas. Él sabe que todo lo conseguido se puede desvanecer en pocos días. O quizás más. Dependerá del Tribunal Antidopaje, que dictará si viaja a Francia para ampliar su legado o se queda en suspenso… y sin su logro [así vivimos la última etapa].
Pero de eso tocará hablar a partir de este martes, cuando la resaca haya eliminado sus últimos estertores de gloria. Entonces, de nuevo, el dopaje protagonizará el debate ciclista tras finiquitar el Giro en Roma -que aupó al campeón a 50 kilómetros del final a petición del pelotón-. Las bicicletas quedarán aparcadas –en conversaciones y sobre las carreteras– hasta que comience el Tour de Francia. El tema a abordar será si Chris Froome puede (o no) participar en él. Si la organizadora lo deja competir a pesar de estar pendiente de una posible sanción por dopaje o si se lo prohíbe hasta que haya una decisión firme por parte de la UCI y del Tribunal Antidopaje [así quedó la clasificación final].
Pero ese, ya decimos, será el runrún próximamente. Ahora no. Todavía es pronto para hablar de dopaje. Este domingo, el protagonista tiene que ser el ciclismo y lo vivido en el Giro. Porque de nuevo, la ronda italiana ofreció argumentos deportivos como para eludir y aparcar otras temáticas posibles. Froome fue el ganador. Eso lo sabe todo el mundo. Pero su hazaña trasciende al resultado final. El británico se impuso con maestría. Vio a Viviani ganar tres etapas del Giro y a Yates con la maglia rosa. Incluso, tuvo que apartar a un dinosaurio en la subida al Zoncolan en su particular día de frustración.
Pero, finalmente, resucitó. Esperó a la decimonovena etapa y asestó su particular golpe de estado en el Giro. Derrocó a Yates del trono escapándose a 81 kilómetros de meta y dejando a su compatriota en la cuneta, sin posibilidades. Ese día se puso por primera vez la maglia rosa y ya no se la quitó. Ni siquiera en la penúltima etapa, en la subida a Cervinia, donde Dumoulin trató de arrebatárselo con dos ataque a ocho kilómetros del final. Froome resistió. Se mantuvo y ganó virtualmente el Giro de Italia el día que Mikel Nieve le dio su primera victoria a España. Y este domingo, por fin, es campeón.
Su leyenda, tras el Giro, se engrandece. Froome lo ha hecho todo. Ha ganado en cuatro ocasiones, las tres últimas consecutivas, el Tour de Francia (2013, 2015, 2016 y 2017) y una la Vuelta a España (2017). Y, ahora, ha extendido también su legado a Italia. Allí se pegó un baño de masas en Roma, entre las calles de una ciudad eterna que ha alzado a héroes, pero también los ha decapitado. Veremos si este prolegómeno de éxitos que le alzan como uno de los mejores no termina con la concreción de su positivo por dopaje (salbutamol) y su triplete histórico se torna en una gran mentira. Ya se verá. Pero de eso, repetimos, toca hablar este martes. Ahora, lo que queda es su victoria, su sonrisa… y su preocupación. Es feliz, pero no completamente. Eso vendrá después. O no…
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