El Vicente Calderón, como esos niños de mofletes rosados y brillo en los ojos, nació con “lustre”, esa palabra tan de abuela, tan de voz experimentada. Iba a ser, decían las crónicas de la época, uno de los mejores estadios de España. Entre sus comisuras, en aquellos primeros días, se incluyeron asientos renovados, estructuras sin heridas y comodidades (cada vestuario tenía piscina y sauna). Pero eso no fueron sino detalles arquitectónicos. Al mismo tiempo, en el distrito de Arganzuela, se edificaron sin cemento los motivos de un sentimiento, el de un barrio obrero que creció con abonos del Atlético guardados en la mesilla de noche, con padres e hijos agarrados de la mano por el Paseo de los Melancólicos y expresiones que morirán en un par de meses, cuando el equipo se traslade al Wanda Metropolitano. Entonces, el equipo ya no será el de la ribera del Manzanares.
El Atlético cambiará de lugar. Y, por qué no decirlo, será para mejorar. El nuevo recinto alojará la voz de hasta 70.000 colchoneros, frente a los cerca de 55.000 actuales; respetará las piernas de los más mayores, sometidas durante años en el Vicente Calderón a subir eternas escaleras; y olerá a nuevo, como esos coches recién salidos del concesionario. Pero, ¿qué ocurrirá con el sentimiento? ¿Podrá meterse en el camión de la mudanza y trasladarse intacto al Wanda Metropolitano? Las proclamas forjadas durante 51 años, el himno de Sabina… ¿Será posible exportar todo ello sin que se note?
La afición se divide al ser preguntada por EL ESPAÑOL. Unos albergan el cambio con esperanza; otros no se imaginan fuera del Calderón. Sin embargo, todos han renovado su abono. No quieren quedarse sin ver el nuevo estadio. El sentimiento rojiblanco no se negocia ni se puede entender. Ni siquiera el espíritu del Calderón, ese que enarboló el Frente durante el último partido oficial del equipo frente al Athletic Club de Bilbao, el equipo que en 1903 decidió fundar una sucursal en Madrid.
CÓMO NACE UNA PASIÓN
El Vicente Calderón, en 51 años, mudó los pañales por la chupa de cuero, fue padre de muchos y abuelo de otros tantos. Entre sus paredes acumula tantas historias como nombres. Por ejemplo, la de Fernando, que se hizo socio por una apuesta. O la de Víctor, que era del Barcelona, se intentó cambiar al Madrid -pero su padre no le dejó- y acabó profesando la fe rojiblanca. O la de Nacho, que creció en el barrio. O la de Ángel, que no quiso contradecir a su familia. O la de César, que, simplemente, se hizo del Atlético para llevarle la contraria a su padre. Cosas que pasan.
Todos ellos se bañan en añoranza cuando se imaginan el cierre del Calderón. Allí han pasado muchos domingos, largas jornadas de bocadillo, charla y sufrimiento. “Vamos a echar de menos todo: el ambientillo, el sol, las terracillas, el campo…”, espeta Verónica. Y Juan la secunda: “Los bares, venir a las 4 , hacer ruta por aquí; que si el tapeo, que si las cañitas...”. Y sigue José Luis, a modo de suspiro, “¡tantos años sentados aquí!”, para que termine Dolores, casi llorando: “Mi padre y mi hermano tuvieron la culpa de que yo me hiciera del Atleti. ¡Son tantos años aquí, todos juntos! Llevo 48 años siendo abonada...”.
Son recuerdos de un tiempo que muere, que capituló este domingo entre el presente de los jugadores actuales, el pasado de aquellos que tocaron la gloria sobre el verde del Calderón y los que están por venir, todos esos niños que poblaban las gradas en este último partido denominado ‘final de leyenda’. Con ellos, se van muchos primeros partidos. “Aquel 1-0 frente al Espanyol cuando tenía siete años”, desvela José Luis. Y le siguen otros muchos. Nacho, por ejemplo, acordándose de una “eliminatoria contra el Ajax”; Susana, de “cuando el estadio hace la ola” y Juan de aquel cruce “contra el Celtic, el previo a la final contra el Bayern y a la Intercontinental”.
Todos, ya talluditos, acumulan instantáneas de otro tiempo, fotos en sepia y blanco y negro. Otros, los más nuevos, esos niños de ayer (y de mañana) que estuvieron en las gradas este último domingo, se acordarán, dentro de 51 años, que estuvieron en el Calderón viendo el último partido, un amistoso en el que desfilaron por el césped Higuita, Ronaldinho, Seedorf, Gabi, Fernando Torres... Jugadores de álbum de cromos que, por dos horas, aparecieron de carne y hueso para decir adiós.
Son el último recuerdo de muchas historias caducas. Todas, a partir de este lunes, buscarán relevo en el futuro, en el Wanda Metropolitano. Para entonces los socios ya tendrán (en el caso de que lo quieran) los asientos del Calderón en su casa. Y, al mismo tiempo, ocuparán uno más lujoso: nuevo, reluciente y, posiblemente, con calefacción. Ya no hará falta que nadie, como Antonio en su niñez, se cuele entre las comisuras del Calderón. “Hacíamos toros para saltar cuando lo inauguraron”, recordaba en conversación con este periódico. Eso ya no lo tendrán que volver a hacer. El Calderón dice adiós. Se cierra, pero no muere. Como dijo Gabi: “Nace una leyenda”. Hasta siempre.