Millones de espectadores filtrando su mirada por televisión, miles de personas mordiéndose las uñas, títulos en juego, la prensa con los puñales afilados para teclear en la tribuna y los presidentes con su guadaña. Presión, mucha presión. Y él controla, baila y pasa. Escoge el momento, el lugar y el espacio. Exhuma los temblores, exhorta los nervios y congela los titubeos. Andrés Iniesta, con los zapatos de claqué, levita sin distraerse. Se abstrae de todo y cumple. Ve su número en la pizarra, levanta las manos, aplaude al respetable y camina en parsimonia hacia el banquillo. No se atisban grietas en su mirada ni en su discurso. En zona mixta, después, con una mueca, espanta los fantasmas. No falla en sus diagnósticos ni usa las palabras en balde. Sin embargo, bajo esa apariencia de paz, entre esos registros de perfección y seguridad, hay un alma que se ha roto varias veces.
Iniesta ha llorado. Y mucho. Ese hombre de hielo que escucha el rumor de la eliminación y coloca la pelota en la escuadra de una portería de Stamford Bridge es frágil. Él también se rompe. En su primer día en la Masía, “el peor de su vida”, atascó las tuberías de tanto soltar lágrimas. Llegó en septiembre de 1996 y subió junto a José Bermúdez, portero del juvenil, a ver las instalaciones. Mientras, sus padres, abajo, hablaban con Juan César Farrés, director de la residencia. Ellos estaban preocupados y su pequeño también. Andrés, o andresito, por aquel entonces, recorría los pasillos sin que le importara nada.
En su habitación, lo esperaba Jorge Troiteiro, justo lo contrario a él, un chico abierto, hablador y dicharachero. Iniesta, en cambio, ni terciaba palabra ni aspiraba a ello. “Durante mi primera cena en la Masía no paraba de llorar. ¿Comer? Evidentemente, no comí nada (…) Al principio me costaba mucho. Ni siquiera quería llamar por teléfono a mi familia porque empezaba a llorar y a llorar”, reconoce en su biografía La jugada de mi vida (Malpaso, 2016).
“Pero uno, al final, se acostumbra a todo”. Y él lo hizo. “Aguantó un año”. Y otro. Y otro más. Hasta anunciar su despedida este viernes. Por el camino, 31 títulos con el Barcelona y otras lágrimas, pero éstas distintas, más amargas, fruto de una depresión. Fue en 2009, después de marcar el gol de Stamford Bridge y ganar su segunda Copa de Europa en Roma. Entonces, el que tenía que haber sido el mejor verano de su vida, se convirtió en un camino hacia el abismo. “¡Si lo tienes todo! ¡Si tienes dinero! ¡Si juegas en el Barça! ¡Si juegas en la selección! ¡Si mucha gente te adora! Es cierto. Y será incomprensible para muchos, pero me notaba vacío. Y si estás vacío, necesitas recargar las baterías porque si no estás muerto”, cuenta en su biografía.
Aquel verano, se le juntó todo: lesiones y problemas familiares. El cuerpo no le respondía y la mente tampoco. A esto, se le sumó la muerte de su amigo Dani Jarque, al que recordaría en Johannesburgo un año después. Pero antes tuvo que superar todo aquello. “De repente, uno empieza a encontrarse mal. No sabe por qué, pero un día está mal. Y al siguiente también. Y así día tras día, no mejoras. El problema es que no sabes lo que realmente te pasa”, reconoce.
“No sé cómo explicarlo, pero he comprobado que, cuando la mente y el cuerpo están en una situación tan vulnerable, eres capaz de hacer cualquier cosa”, finaliza. Así estaba aquel aquel verano, camino del abismo. Y así comenzó la pretemporada. Pero, poco a poco, se fue recuperando. Guardiola le ofreció manga ancha: “Si te tienes que ir, te vas, no hace falta ni que me lo digas”. Y él se fue recuperando para acabar ganando el Mundial en aquel 2010.
Entonces, se acabaron las lágrimas. Hasta este viernes, en la sala de prensa del Camp Nou, cuando la sangre blanca volvió a brotar de entre sus pupilas. Andrés Iniesta, el hombre de hielo, se mostró, de nuevo frágil. Se comportó como un ser humano. Como lo que ha sido siempre: un jugador de fútbol sin más ambición que jugar con la pelota. Un niño grande que se despide para siempre, que dice adiós y deja un legado futbolístico (y sentimental). ¡Hasta siempre!
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