No se ha dicho mucho durante estos Juegos, pero el estadio olímpico de Engenhão, donde juega habitualmente el Botafogo y ganó el otro día la carrera de 100 metros Usain Bolt, se llama en realidad João Havelange. Se llamaba, más bien: le cambiaron nombre un año antes de los Juegos para truncar un homenaje que el otrora brasileño más poderoso del mundo había dejado de merecer. La discreta muerte del ex presidente de la FIFA en su ciudad natal, durante unos Juegos que él contribuyó a traer a Río, es un cierre profundamente simbólico para una biografía que se manchó definitivamente en su ancianidad, después de haber acumulado un poder descomunal en el deporte mundial como presidente de la FIFA y miembro honorario del Comité Olímpico Internacional (una distinción a la que, como otras muchas, también tendría que renunciar en sus años postreros).
Havelange formaba parte del COI en 2009, cuando Río ganó los Juegos. Prometió una gran fiesta en Copacabana por su centésimo cumpleaños si elegían la candidatura carioca, pero entonces no esperaba que la justicia deportiva fuese a alcanzarle a tan avanzada edad: las sospechas existían desde hace décadas, pero él era inmune a cualquier investigación. Había impulsado el crecimiento del fútbol, tanto dentro como fuera de los estadios, y la inyección económica resultante parecía justificar una nueva cultura de la corrupción que funcionó sin graves obstáculos durante cuatro décadas, hasta 2015.
Havelange fue el primer presidente no europeo de la FIFA y el más duradero (1974-1998, con seis relecciones). Sus logros fueron incuestionables. Como dijo en una ocasión en una entrevista, “cuando llegué me encontré una casa vieja y 20 millones de dólares en la hucha; cuando me fui, dejé propiedades y contratos por valor de 4.000 millones. Tampoco está mal, ¿no?”. Durante su mandato la organización creció un 30% y sobrepasó los 200 países miembros. “He acumulado 26.000 horas en el aire, el equivalente a tirarme tres años en un avión”, afirmó en otra ocasión: “El único país que nunca visité fue Afganistán, porque no me dejaron entrar”.
Políglota, diplomático y lobista
Hijo de un comerciante de armas belga y una brasileña, Havelange fue cocinero antes de fraile: practicó el deporte de élite y representó a su país en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 (natación) y Helsinki 1952 (waterpolo). Poco después dio el salto a la gestión; en 1956 alcanzó la presidencia de la tan polémica Confederación Brasileña de Fútbol (CBF), que medio siglo después – bajo la dirección de su investigado yerno, Marco Teixeira – le traería también graves problemas. Con él al frente de la federación, el ‘pais do futebol’ conquistó sus tres primeros Mundiales (1958, 1962 y 1970) bajo el liderazgo de Pelé, otro ex deportista brasileño experto en marketing deportivo; la amistad entre ambos también se resquebrajaría con el paso del tiempo.
Mientras dirigía el fútbol y otros deportes en Brasil, siguió escalando: accedió al Comité Olímpico Brasileño en 1963 y creó una extendida red de contactos internacionales. Políglota, con modales de diplomático y destrezas de consumado lobista, el ascenso fue fulgurante. En 1974 saltó a la cumbre de la FIFA con un discurso célebre y sencillo: “Soy un vendedor de un producto llamado fútbol”. Tuvo influencia limitada en su primer Mundial (Argentina 1978), aunque la facilidad con que dejó operar a la Junta Militar que regía el país y las violaciones de derechos humanos perpetradas mientras el mundo veía la televisión le granjearían muy pocas simpatías.
En España 1982 aplicó su primera medida de desarrollo: ampliar de 16 a 24 el número de selecciones participantes. Pero fue México 1986 (sobre todo sus contratos televisivos) el campeonato que verdaderamente imprimió su marca. La compañía ISL, fundada por el empresario alemán Horst Dassler, magnate deportivo e hijo del fundador de Adidas, gestionaría de ahí en adelante los derechos de retransmisión internacional del evento con mayor seguimiento en el planeta.
Blatter, su 'delfín'
Los réditos de aquellos contratos lubricaron durante lustros numerosas cuentas bancarias: unas corruptelas denunciadas pero prescritas que ya jamás se investigarán. Havelange fue acusado de numerosos pecados durante sus años de esplendor: apoyo a dictaduras, tráfico de armas (el negocio de su padre), sobornos a gran escala. En 1998, debilitada ya su marca (aunque no tanto como lo estaría después), delegó el poder voluntariamente en su secretario general, Joseph Blatter. El suizo continuaría su acusado presidencialismo y una forma de hacer las cosas, bajo la mesa y asegurando que se reparte el botín entre todos, que dos décadas despues, en un mundo completamente diferente, le arrastraría junto con la cúpula mundial de la entidad que rige el deporte más popular del mundo.
A Havelange cabe reconocerle, sin embargo, haber imaginado el fútbol como un gigantesco terreno publicitario y haber atraído a algunos de los mayores patrocinadores del mundo, además de exportar el balompié a Estados Unidos o Asia. Su vocación expansionista no tenía límites: el negocio del fútbol podía coexistir con cualquier régimen político y para ello debía ser financieramente independiente. Luchó, por si fuera poco, para protegerlo de la justicia humana: hasta el año pasado, por ejemplo, la sede de la Confederación Sudamericana de Fútbol en Paraguay tenía un ‘status’ de inmunidad diplomática comparable al Vaticano.
Caída en desgracia
En plena euforia por el crecimiento económico brasileño y su designación para organizar un Mundial y unos Juegos en apenas un bienio, 2011 fue un mal año para Havelange. Se vio obligado a dimitir como miembro del COI tras arreciar las acusaciones de haberse enriquecido de forma sostenida con comisiones provenientes de ISL, convertida en la compañía que comercializaba los jugosos derechos televisivos de los Mundiales. El caso afectó después de lleno a su archifamoso ex yerno, Ricardo Teixeira, todopoderoso ‘capo’ del fútbol brasileño y entonces presidente de la CBF, que era el presunto testaferro de la trama. Las acusaciones eran tan potentes que debió incluso mudarse a Miami para evitar males mayores (aunque parezca increíble, han pasado cuatro años y la Justicia brasileña todavía lucha para procesarle).
En 2013 el juez del Tribunal de Ética de la FIFA Joachim Eckert calificó finalmente la conducta de Havelange de "moral y éticamente reprobable”, aunque nunca fue castigado: se le permitió renunciar a la presidencia de honor del organismo la FIFA en 2013 y recluirse en el ostracismo. Los rumores eran de que se había apropiado de 50 millones de dólares en sobornos ilegales, aunque el COI, en otra investigación diferente, sólo le acusó de recibir un millón. En aquel momento el manto del secretismo cubría todavía los negocios oscuros del deporte. Pasarían solo dos años hasta que dirigentes incorporados por él al Comité Ejecutivo de la FIFA - Chuck Blazer y Jack Warner, entre otros – fueran destituidos y procesados (junto a Blatter) en la macrooperación anti-corrupción liderada por Estados Unidos: el fin, presuntamente, de una cultura de hacer las cosas implantada por Havelange.
Su fallecimiento durante los Juegos de Río marca el final de una época. El COI levantó banderas a media asta este martes en el Parque Olímpico en señal de respeto y rechazó hacer comentarios sobre su figura: “No es respetuoso hablar de corrupción hoy, día de su fallecimiento”. La reacción entre el pueblo brasileño, hastiado de corruptelas, tampoco es precisamente de duelo popular. Recuerda más bien a la sensación que transmitió el ex futbolista inglés Gary Lineker en un ‘tuit’ a primera hora de la mañana: “Joao Havelange, el ex presidente de la FIFA, ha muerto. El fútbol le dio tanto… (Sí, lo ha leído correctamente)”. Joao Havelange (Río de Janeiro, 1916-2016) murió este martes en Río de Janeiro. Deja esposa, una hija y tres nietos.
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