Si abres la boca, estás muerto. Esa es, básicamente, la norma que define uno de los deportes más arriesgados del mundo, y también de los más bellos: el free diving, o buceo libre. Llenar de aire los pulmones, aguantar la respiración y bajar hasta lo más profundo del mar que se pueda. Sin más ayuda que eso, un soplo de aire. Sin aletas, sin pesos, sin motores. Pero lo más importante no es sólo bajar. Es volver a subir. Un deporte que empuja sus límites cada año, y que tiene en su estrella indiscutible al neozelandés William Trubridge, capaz de batir el récord del mundo esta semana. Y de volver a hacerlo dos días después.
Cada año, los mejores buceadores extremos del planeta se citan en un lugar emblemático: el Dean’s Blue Hole, de Bahamas, que con sus 202 metros de profundidad es el agujero azul más profundo del mundo. Allí, Trubridge cita cada año a los mejores para tratar de batir todos los récords del mundo posible: con aletas, con peso constante, o libre. Sin ninguna ayuda externa. Y allí es donde Trubridge ha marcado un nuevo límite para sus compañeros: 124 metros, en cuatro minutos y 34 segundos.
Cuatro minutos y medio aguantando la respiración y bajando al abismo y la oscuridad casi total del océano Atlántico. Cuatro minutos y medio, lo que un humano medio tarda en darse una ducha, o hacerse un café. Él lo emplea para contener la respiración y bajar el equivalente a dos piscinas olímpicas y media.
Pero la pregunta que flota en el aire en la idílica isla de Bahamas es: ¿Cuánto más pueden seguir bajando estos superhombres (y supermujeres? En realidad, nadie lo sabe. El buceo libre de competición es un deporte relativamente nuevo, y el primer campeonato del mundo se organizó en 1996. Desde entonces, cada año se bate el récord de profundidad varias veces. En esta ocasión, Trubridge lo ha batido dos veces en apenas tres días, dejándolo primero en 122 metros y, dos días después, en 124.
Hace 50 años, cuando los primeros buceadores se atrevieron a bajar lo más profundo que pudieran sin aletas, traje de neopreno ni ninguna ayuda externa, los científicos aseguraron que era “inviable” bajar de los 48 o 50 metros de profundidad. Un deporte nuevo, asombrosamente hipnotizante, y que sin embargo en pocos años se ha colocado como el segundo más peligroso del mundo, sólo superado por el salto base.
Aunque hay pocos datos registrados, los accidentes mortales en apnea fueron 21 en 2005, para ascender a 60 en 2008. En la última década, las cifras se mantienen en torno a los 50 fallecidos por temporada, aunque las estadísticas son poco fiables. Muchos de los accidentes no son reportados y no ocurren en competiciones oficiales, donde todo está “muy regulado y muy controlado”, como explica el propio Trubridge. “El buceo libre en competición es muy seguro, no lo practicaría si no lo fuera”, explica.
Sin embargo, algunos accidentes mortales han sido relativamente mediáticos, y han puesto el ojo en lo fácil que es morir practicando estas modalidades de apnea. Implican aguantar la respiración durante más de cuatro minutos, algo casi inimaginable para un ser humano “normal”. El primer accidente mediático ocurrió en 2002, cuando la francesa Audrey Mestre, casada con el récordman y pionero de este deporte, Pipín Ferreras, murió tratando de batir el récord del mundo con peso y ayuda de balón hinchable para ascender, a 170 metros de profundidad. Todavía hoy sigue el debate sobre si se cumplieron en ese caso todas las medidas de seguridad.
En 2013, el estadounidense Nicholas Mevoli murió durante la prueba de Vertical Blue, una semana de competición organizada por el propio Trubridge que cada año cita en el Deep Blue Hole de Bahamas a lo más granado de este deporte. El caso de Mevoli, que falleció tras hacer una inmersión habiendo sufrido varios desvanecimientos los días antes, puso encima de la mesa la necesidad de mayores controles en este tipo de pruebas. En ellas, muchos sobrepasan sus propios límites para conseguir el ansiado récord.
¿Y cómo puede tener tanto éxito un deporte en el que te juegas la vida en cada inmersión? Trubridge lo explica claramente. “El silencio. La comunión conmigo mismo. Esa sensación de paz espiritual sólo la conseguimos ahí abajo”, señala. Quizá por eso bajó “allí abajo” la rusa Natalia Molchanova, de 53 años y una de las mayores estrellas de este deporte, que el pasado verano desapareció mientras buceaba en las costas de Formentera. Su cuerpo nunca se ha encontrado.