“Cuando voy en el carro, siento que mi padre… —duda Marcos— quiere conseguir un reto para que nos curemos. Y… y… —titubea— lo está haciendo, por así decirlo… —cavila— por amor. Sí, por amor. Por así decirlo”. Tiene diez años y distrofia muscular de Duchenne. A los doce necesitará un respirador, después una silla de ruedas, primero de apoyo, luego permanente. Lo suyo, más que una maratón, es una carrera contrarreloj. La esperanza de vida de quienes la padecen no supera los 30 años.
Siete y media de la mañana. Los alrededores del estadio de La Cartuja de Sevilla, lo que 25 años atrás fue la Expo 92, empiezan a llenarse de corredores que estiran, calientan, se colocan y recolocan el dorsal, la cinta, las zapatillas, el pulsómetro… en una suerte de liturgia nerviosa. Casilda parece ajena a la escena que se repite por miles a su alrededor. Apenas quita su vista de su tablet que lleva en la mano. Tiene ocho años y una variedad no estudiada del síndrome de Rett, una de las llamadas enfermedades raras, que la tiene postrada a una silla que hoy correrá veloz a lo largo de los 42.195 metros de la maratón de Sevilla.
Por muy rápido que corran, Marcos, Casilda, Jesús, Daniela, Juan Carlos, Lola, José María, Elena, Cristian, Luis Fernando y Héctor, los once niños con discapacidad funcional que participan en la maratón de Sevilla, nunca dejarán atrás la enfermedad que padecen. Tampoco es ese el objetivo que persiguen. Se trata —explican— de conseguir una marca, y no deportiva, que lleven grabada durante toda sus vidas: todos son tan diferentes como iguales al resto de corredores, por mucho que completen la maratón en unas sillas de ruedas.
Ocho y media. Suena el disparo de salida y se lanza la carrera. Pero Marcos ni se entera bajo las capas y capas de mantas que lo protegen del frío. Amenaza lluvia y su carrito, y los del resto de compañeros, empiezan a rodar. Por delante, más de 14.000 atletas, el número más elevado de la historia de la maratón sevillana. El grupo, que llega a los once niños y más de 37 ‘impulsadores’ voluntarios, se hace llamar Carros de fuego, como la mítica película de Hugh Hudson en la que dos corredores británicos se preparan para los Juegos Olímpicos de París de 1924.
Pero en la tablet azul de Casilda, que a sus ocho años ya ha corrido tres maratones, no suena la épica banda sonora que Vangelis compuso para el filme. Por sus auriculares sale la música de los Beach Boys, de Elvis o de los Rolling Stones. La de Casilda fue la historia que inspiró al resto de familias con hijos con discapacidades funcionales a lanzarse a correr maratones. “Hago mi deporte y a la vez estoy con ella”, simplifica Luis Gómez, su padre, maestro de Infantil y aficionado al ejercicio físico.
Con el diagnóstico del síndrome de Rett, un trastorno neurológico de base genética que afecta a una de cada 10.000 personas, mujeres en la inmensa mayoría de las veces, tanto Luis como su mujer, María, con la que comparte el amor por el deporte, se vieron obligados a introducir nuevas rutinas que incluyeran a su hija en la práctica de ejercicio físico. El piragüismo, la natación, la bicicleta parecían descartados, pero por qué no el atletismo.
UNA CARRERA PARA LA INTEGRACIÓN
“Un día surgió la idea de correr con mi hija una carrera. Ya estaba cansado de competir por una marca, y funcionó”, recuerda Luis. Y cuando Casilda corre se conecta con el mundo. La música, el ambiente, el aire, las voces de quienes los animan, las sonrisas de quienes corren junto a su carro… “Nadie la mira con cara de lástima —apunta el padre—, está integrada, formando parte de un mismo grupo”. Y Casilda ríe. Y el tiempo se detiene.
Por delante de Casilda, de Luis, María y Miguel, el voluntario que los acompaña, rueda veloz el carro de Cristian, empujado por Guillermo, Ismael, Óscar y Enrique. Son, con diferencia los más veloces del grupo. Todavía no lo saben pero pulverizarán su mejor marca en esta maratón: 3 horas 30 minutos.
A ya varios kilómetros de distancia, da igual delante que atrás, posición que va variando durante la carrera, José María Díaz se turna los carros de sus hijos, Marcos y Jesús, que compiten entre sí por llegar antes a la meta y no dudan en utilizar todo tipo de tretas para acelerar el pulso de quienes impulsan sus carros. Tanto su padre como el resto de voluntarios ya saben que si Jesús le pide hacer pipí no pretende que se echen a un lado para facilitar la evacuación, es uno de sus engaños para que quien empuja corra más.
“Son traviesos como todos los niños”, confirma Mariángeles Alonso, su madre, que siente, a partes iguales, envidia y admiración por lo que está consiguiendo su marido. En agosto, cansado de que otros llevasen los carros de sus hijos, decidió correr para llegar en plena forma a la maratón. De los 94 kilos ha bajado a los 79. Y hoy corre a buen ritmo en la prueba reina del atletismo. “Más rápido, papá, más rápido”, grita Marcos, con el firme propósito de adelantar a su hermano Jesús.
Esta noche apenas han dormido y el kilómetro diez es perfecto para que Marcos se eche una cabezadita. Detrás está su padre, empujando el carro al ritmo de 140 pulsaciones por minuto, y toda una escolta de corredores. Ninguno se avergüenza por ser, casi, los últimos de la carrera.
DUCHENNE, UNA CARRERA CONTRARRELOJ
Marcos y Jesús padecen distrofia muscular de Duchenne, una enfermedad hereditaria y degenerativa, de las llamadas raras, que no tiene cura y que condena a quienes la padecen a una silla de ruedas y al uso de un respirador. Empieza afectando a las extremidades inferiores, luego a las superiores y, por último, a los pulmones y el corazón. “Actualmente la esperanza de vida es de 30 años, de ahí que sea tan importante la investigación, porque ese dato lo tenemos que cambiar. Hay que subirlos”, comenta Mariángeles desde su bici, con la que acompaña puntualmente al resto de la familia.
“Esta será una carrera histórica, porque mi padre, aunque sea el último, para mí es como si ganase”, asegura expeditivo Marcos, que insiste a su padre que deje de correr por el centro y lleve el carro a las zonas en las que el público alarga sus manos para chocarlas. “Estoy orgulloso de mi padre”, confirma el zagal, de diez años y ojos abiertos, vitalista, sonriente, despierto y amante del espacio, las constelaciones y de la música.
Y en la partitura de hoy, aunque la toquen otros con sus piernas, el protagonista es él. Y su hermano Jesús, y los también hermanos Lola y José María, que padecen un trastorno general de desarrollo; y Elena, diagnosticada síndrome de West; y Daniela, Casilda y Juan Carlos, que tienen síndrome de Rett; y Cristián, un caso de HSMN V; y Luis Fernando y Héctor, dos chicos con parálisis cerebral. Los once Carros de fuego, que siguen comiéndole metros a la maratón de Sevilla.
Con más de la mitad del recorrido por delante, los Carros de fuego ya saben que el keniata Erikus Titus ha sido el vencedor de la carrera en la que ellos participan. El atleta ha batido el récord de la prueba sevillana: 2 horas, 7 minutos y 43 segundos. Y mientras, los once niños siguen a la carrera, entre vítores y aplausos, llevados por los 37 voluntarios, que se turnan para repartir el esfuerzo. “Y pensar que al principio tuvimos que tirar de amigos para que impulsaran”, recuerda Victoria Abolafio, fisioterapeuta de Casilda y de muchos otros chicos que participan en la maratón. “Hoy ya tenemos una bolsa de 90 corredores que sacrifican sus marcas por acompañar a estos niños”, apunta.
CARROS DE FUEGO, LA GÉNESIS
De ella fue la idea de extrapolar la iniciativa que tan buenos resultados había cosechado en Casilda a otros niños de distintas patologías. “Las familias están saturadas de terapias, clases y apenas dedican tiempo a hacer deporte, hacen una vida muy sedentaria”, confirma Abolafio. “En este caso, pensamos que correr es una terapia en la que todos, padres e hijos, se divierten por igual”, añade la fisioterapeuta, especializada en tratar a menores.
En sus consultas con los familiares cada vez se habla más de correr y menos de medicinas. “Mejora la autoestima, su curiosidad por el deporte, integrándolos en rutinas propias de atletas y permitiéndoles el acceso a los valores propios del deporte”, detalla Abolafio, que va controlando los tiempos del grupo. “Pretendemos que se normalice la discapacidad, que las familias sientan que sus hijos están integrados, que sientan el apoyo de la sociedad”, completa. En resumen, la felicidad de ambas partes.
Victoria, nombre presagiador, también impone tanto a padres como a voluntarios entrenamientos para que el ejercicio que realizan al empujar los carros no sea lesivo para ellos. Ejercicios que llegan a incluir paracaídas a modo de lastre que prepara a los atletas de cara al trabajo que deben desarrollar en la maratón.
LA ENFERMEDAD, MÁS DURA QUE UNA MARATÓN
Y gracias a los cuales José María, el padre de Marcos y Jesús, sigue comiéndole metros a la prueba sevillana. “Una maratón es dura —apunta—, pero estoy convencido de que más dura es la enfermedad en sí, porque la llevas día a día, y la carrera son apenas cinco horas”. “El esfuerzo que haces en ese tiempo nada tiene que ver con el que hacemos las familias durante toda la vida”, añade.
“Porque aunque sean niños, poco a poco van viendo cómo se van debilitando, van sabiendo que el día de mañana no podrán andar, escribir…”, enumera José María. “Es duro, como padre, verlo; y, para ellos, vivirlo”, zanja. “De mayor quiero ser médico —asegura resuelto Marcos— para hacer una cura para otros niños, y para mí también”.
Tanto él como su hermano Jesús conocen la enfermedad que aquejan, aunque no todas las consecuencias que el diagnóstico tendrá en un futuro cercano. “Poco a poco, ya iremos dándoles más información, tratamos de que la lleven de la forma más natural posible”, concreta José María, que junto con su mujer pasaron por psicólogos y psiquiatras antes de aceptar la realidad que súbitamente cayó ante ellos.
Y así, la maratón termina siendo una terapia para todos. “Por unas horas —sostiene José María— se olvidan de los problemas que padecen y se centran en disfrutar”. También los padres.
Y las lágrimas ya están aflorando. “Es una maratón, ya es de por sí emocionante”, aclara María, la madre de Casilda, que sigue centrada en la música de su tablet y sonríe a quienes la animan. Las horas de cansancio apenas se notan en su rostro.
Pese a que el esfuerzo no sólo lo hacen los corredores. “Ella también sufre, es una carrera larga, la lluvia, el frío de las primeras horas, el calor de después…”, explica María, que sigue concentrada para cumplir con un objetivo que cada vez está más cerca. Ser deportistas, las rutinas, el superar obstáculos —asegura el matrimonio—, les ayudó a encajar el diagnóstico de su hija. “Ya hemos normalizado la situación”, zanja. Tanto que Casilda corre. Y ya ve la meta.
CARRERA DE RÉRCORD
Récord para Casilda, que llega apenas diez minutos después de su compañero Luis Fernando. Luis y María baten su reto personal, bajando la marca cuatro minutos: 3 horas y 51 minutos. “Además, muchos corredores que ni conocíamos nos han pedido que les dejemos empujar el carro”, desvela María con orgullo. Esa ha sido su mayor victoria.
Por detrás, José María, el padre de Marcos y Jesús, ya nota el cansancio. Se enfrenta a sus peores minutos. Justo en el parque de María Luisa y en la plaza de España, donde cientos de familias prestan su aliento a los corredores.
Desde ahí y hasta el final, el recorrido por las calles del centro de Sevilla se convierte en un ejercicio poético. Hay mucha épica en ellos. El grupo, apenas una docena de corredores y los dos carros, sigue cumpliendo metros. Ya no hay cordón que los separe del público, en muchos casos ajeno a la prueba. Las calles se vacían de animadores, los voluntarios ya descansan en las aceras, los grupos de música improvisan algunas estrofas cuando los perciben cerca y los atletas esquivan a los transeúntes despistados. Por el camino se topan con quienes ya con la medalla en el cuello han atravesado la línea de meta y están de vuelta. Pocos reparan en ellos.
Pero ahí siguen corriendo.
Las piernas flojean, apenas se sienten, y el corazón sigue bombeando, moviendo la sangre. Las pulsaciones se aceleran. El cronómetro pasa ya de las cinco horas. Ya se ve el estadio que nunca fue olímpico pero que nació con pretensiones de serlo. “¡Vamos, José María, que ya está hecho!”, le gritan.
Los asientos están huérfanos de público. La pista de atletismo va vacía. Y en mitad del incesante goteo de corredores aparecen Marcos y Jesús en sus Carros de fuego. 5 horas, 35 minutos y 14 segundos. Esa es la marca que borró el estigma: todos son tan diferentes como iguales al resto de corredores. Una carrera que terminó para todos, pero que sigue para ellos.
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