No hay grito, aullido o rugido que suene en la inmensidad de la Rod Laver Arena cuando todo termina. Abrazado a la calma de un día de verano, Novak Djokovic se pone de rodillas, besa el suelo y celebra (6-1, 7-5 y 7-6 a Andy Murray) una victoria triple: acaba de sumar su Grand Slam número 11 (los mismos que Rod Laver y Bjorn Borg), tiene seis títulos en Melbourne (como Roy Emerson) y está cada vez más cerca de dar caza a los 14 de Rafael Nadal, su principal objetivo antes de ponerse a pensar en los 17 de Roger Federer, una marca a la que inevitablemente quiere echarle el lazo.
Los números hablan de un depredador impecable. Desde 2011, Djokovic ha ganado 10 de los 21 grandes que ha disputado (casi el 50%), una cifra que confirma su candidatura a ser el mejor de todos los tiempos. Ya no es un aviso, es una realidad: abran paso, que este jugador es indomable y no hay nadie preparado para darle el alto.
Los oponentes preparan el partido de dos formas diametralmente opuestas. Djokovic busca energía en la naturaleza, un rato de paz antes de la guerra. En su día de descanso, el serbio cierra los ojos y se descalza junto a un árbol centenario, “lleno de sabiduría”, y reflexiona sobre lo que le espera el domingo. Lo de Murray es sorprendente. El británico se queda en el vestuario del torneo y aparece luego en la grada para celebrar el primer Grand Slam de su hermano Jamie en dobles, aunque debería estar en la cama porque es más de la una de la madrugada cuando el encuentro termina. La felicidad, en cualquier caso, también es una fuente de energía, a veces incluso más importante que dormir a pierna suelta durante 10 horas seguidas.
A las siete y media de la tarde, la despedida del sol da la bienvenida a un frío primaveral, que viene acompañado de los susurros del viento. Ante la mirada de Rod Laver, Ken Rosewall, John Newcombe, Tony Roche, Patrick Rafter o Lleyton Hewitt, algunas de las leyendas australianas más grandes de siempre, los finalistas se tantean brevemente y Djokovic se lanza a la yugular de su oponente hasta imponer la dictadura de su ley.
El cruce nace marcado por el tiempo que cada uno ha tenido para recuperar fuerzas, algo fundamental tras dos semanas de máxima exigencia. A diferencia de 2015, cuando sucedió lo contrario, Nole juega tras haber tenido más tiempo que su rival (su semifinal ante Federer fue el jueves y a cuatro mangas, mientras que Murray necesitó consumir las cinco para batir al canadiense Raonic el viernes). Eso, sorprendentemente, es una simple anécdota cuando la bola se pone en juego.
Fulminado
El miedo aparece pronto. Murray desperdicia una pelota de rotura en el primer juego del partido (30-40) y eso le provoca una ansiedad inevitable. El británico, que ha perdido cuatro finales en el torneo (2010, 2011, 2013 y 2015, tres de ellas con Djokovic), juega con mucha presión, como demuestra que entregue su saque inmediatamente después con una doble falta (0-2) para desmoronarse por completo (0-5 en 19 minutos, una paliza).
Tras dejar escapar un título que pudo haber ganado el año pasado, encadenado a la falta de decisión en los puntos clave, Murray tiene dos opciones: aparcar el temor a otra derrota y decidirse a ser el protagonista o dejar que esos pensamientos revuelvan sus tripas hasta llevarle al mismo desenlace de siempre. Al principio, eso es lo que ocurre.
“¡Adje, Nole!”, cantan los serbios, con la cara pintada y envueltos en la bandera de su país. Djokovic vuela sin levantar los pies del suelo. Es la evolución de la perfección, un tenista preparado para ofrecer siempre algo más, brillante e inesperado. Murray tarda más de 20 minutos en encontrar hueco para hacerle un golpe ganador y durante ese calvario asume que ganar el título es un milagro. Con Djokovic, ahora mismo, perder es lo normal y ese mérito se lo ha procurado a pulso el número uno, infundiendo un respeto que tardará tiempo en borrarse del vestuario.
El serbio, con una velocidad de piernas supersónica, tiene un ritmo de bola inalcanzable para su oponente, que es como un niño probando por primera vez un juego de adultos. Es una final entre los dos mejores tenistas del mundo, pero parece una pelea entre un rinoceronte y una hormiga, tal es la diferencia. Djokovic gana la primera manga endosando un 6-1 a su contrario, el mismo tanteo que logró ante Nadal (en Doha) y contra Federer (hace unos días en Melbourne), sus enemigos más directos. Que lo sepa el mundo entero: si hay dudas de su hegemonía, pronto quedan espantadas.
Agresividad para igualar la final
Pese a ganar la primera manga, Djokovic sigue convirtiendo cada punto en un castigo. Su plan no varía un ápice, que lo cambie Murray, debe pensar el número uno, apuntando hacia el problema que tiene su contrario. Poco a poco, el británico, entra al cara a cara intentando endurecer la final, dando un paso adelante y atreviéndose a llevar el peso del partido, la elección adecuada, como luego confirma el marcador.
El número dos pone los pies en la línea de fondo y desde allí sus tiros son más afilados. En consecuencia, Murray ataca a Djokovic, moviéndole para sacarle de su zona de confort, aunque eso le cuesta un puñado de errores no forzados. Entonces, el serbio comienza a mostrar un punto de debilidad que le obliga a subir el nivel.
La mala baba del británico le mantiene en el partido cuando Nole le rompe el saque, a lo que reacciona con otro break. Con 5-5, irremediablemente, ya no aguanta más la exigencia emocional de un parcial durísimo (80 minutos, por los 30 del primero), sin puntos rápidos, sin espacio para respirar, sin margen para perder un segundo la concentración. Así, pierde la segunda manga y el camino hasta la copa se transforma en una cuesta bien empinada.
La radiografía no necesita de segundas opiniones. Cuanto más fuerte le pega Murray a la pelota, más fuerte se la devuelve Djokovic. Cuanto más esquinados son sus tiros, con mayor facilidad responde el serbio. Nole se desplaza con una coordinación hipnótica, nunca pierde la armonía, parece un bailarín ante su gran noche. Está olfateando el título desde la estabilidad de un tenis de oro.
El deseo hecho tenista
El serbio consigue así apagar la chispa de Murray. La tercer manga se juega, pero hay campeón desde hace rato aunque para ello necesite ganar un tie-break, donde el británico se diluye como un azucarillo (lo empieza con doble falta). El número uno, que rompe el saque de su rival en el primer juego del tercer set y gana el suyo en un suspiro (2-0), ve cómo el británico le remonta en un arranque de rabia (se coloca 6-5, completamente desatado). Es para nada: el trofeo es de Djokovic y no hay nada que pueda cambiar eso.
Hay dos aspectos del juego que marcan claramente la victoria. Nole aprovecha de maravilla el discreto 35% de puntos que su rival suma con segundo servicio, una estadística vital en los duelos entre los mejores. Se beneficia, también, de los 65 errores que comete en su apuesta por ser agresivo para cambiar el rumbo. Triunfa, aparcados los números, porque es mejor que ningún otro, y por una diferencia abismal.
La noche despide al campeón, que se marcha preguntándose lo mismo que todos los demás. ¿Cuánto tiempo podrá aguantar jugando así? ¿Quién está preparado para decirle hasta aquí hemos llegado? ¿Dónde está su limite? La mirada con la que celebra el título quizás responda a todo eso: Djokovic es el deseo hecho tenista, un jugador como posiblemente no ha existido otro. Indómito. Mercurial. Imperial. Un competidor único entre los gigantes más importantes de la historia del tenis.