El 26 de agosto de 2014, Garbiñe Muguruza tuvo que interrumpir brevemente su íntima rueda de prensa con dos periodistas después de perder en la primera ronda del Abierto de los Estados Unidos (3-6 y 6-7 frente a la croata Lucic-Baroni, la número 121 del mundo). Con lágrimas en los ojos y la voz rota, la española rehusó el ofrecimiento de detener la conversación para tomar aire en la sala de entrevistas número cinco del torneo (donde la organización lleva a las jugadoras de menor ránking) y no tuvo inconveniente en demostrar que estaba destrozada de arriba a abajo, pese a que había un par de grabadoras encima de la mesa.
“He jugado el peor puto partido del año”, se arrancó entonces la española, sin miramientos para decir la verdad. “Me ha podido la presión. Tenía que ganar este partido sobre el papel y no lo he podido hacer. Estoy muy decepcionada”, siguió Garbiñe. “Estoy enfadada conmigo misma. Quizás, jugaré 25 grandes más, ojalá, pero es la forma en la que he jugado, cómo he perdido. Lo mejor que tengo es lo que peor he hecho: no he tenido carácter ni he sido valiente ni agresiva. ¿Qué peor forma de perder hay que esa?”, se preguntó.
“Tengo muchas expectativas y mucha presión cada vez que voy a la pista a jugar”, prosiguió aquel día de verano Muguruza. “Antes trabaja con psicólogos, pero últimamente estoy poco receptiva a hacerlo. Supongo que la solución es ir más preparada mentalmente. Ella ha ido mucho a por el partido, muy agresiva, con ganas de ganar. Y yo no he tenido carácter para ganar”, continuó, recriminándose. “De cabeza no he estado en la pista. Es todo mental: esta chica no juega mejor que yo”.
El 31 de agosto de 2016, cuando Muguruza se despidió en la segunda ronda del mismo torneo contra la letona Sevastova (5-7 y 4-6) y se sentó en la sala de conferencias principal de Flushing Meadows, lejos de aquel pequeño espacio donde la distancia entre jugadora y periodistas es inexistente, se agarró a su discurso habitual, el mismo que ha repetido automáticamente tras algunos de los batacazos más grandes de su 2016 (como la derrota en la segunda ronda de Wimbledon, donde defendía la final del año anterior).
“Las derrotas siempre te afectan un poco y son tristes”, respondió Garbiñe cuando le preguntaron qué consecuencias tenía la eliminación en el último grande de la temporada, donde aspiraba al título y quizás también al número uno del mundo. “Hubiese querido llegar más lejos, pero no le voy a dar muchas vueltas”, zanjó la española, que tuvo tiempo para bromear con los periodistas en inglés y no evidenció señal alguna de estar dolida por la caída ante Sevastova, aunque posiblemente en el interior de su cabeza la historia era bien distinta. En consecuencia, Muguruza vino a decir con sus palabras lo mismo que la semana anterior en Cincinnati: que no vale la pena estar enfadada por una derrota.
El evidente cambio en su forma de actuar coincide con la mediática explosión de Garbiñe, que desde aquella tarde 2014 ha ganado un Grand Slam (Roland Garros 2016), alcanzado otra final grande (Wimbledon 2015), llegado al número dos del mundo y asustado al vestuario, que ha identificado en ella a una de las elegidas para dominar el tenis a corto plazo, como no podía ser de otra forma en alguien con un tenis mercurial.
Las dos caras de la española están bien marcadas. Muguruza versus Garbiñe: la jugadora con galones de potencial ilimitado contra la niña que no había ganado nada y decía lo que sentía sin pararse a pensar en las consecuencias. Quizás, y como sugiere una reflexión que ya tiene muchas canas, en el término medio está la virtud.