Raúl González Blanco se muerde las uñas en el palco y de milagro no sigue con los dedos. Sentado en la pista Arthur Ashe, el exfutbolista ve cómo Rafael Nadal se acerca a una remontada imposible y termina cayendo 6-1, 2-6, 4-6, 6-3 y 7-6 ante Lucas Pouille. Tras tener 4-2 en el quinto set, el camino casi despejado, el balear pierde la oportunidad de llegar por primera vez en año y medio a cuartos de final en un Grand Slam (Roland Garros 2015) y dice adiós al Abierto de los Estados Unidos en un electrizante cruce de 4h07m coronado por el francés, un tenista con tanta magia como sangre.
Al filo de las cuatro horas de partido, la pista es una caldera. “¡Vamos matador!”, gritan unos para animar a Nadal tras el esfuerzo titánico de soportar a un tenista en estado de gracia. “Allez Pouille!”, apoyan algunos otros, intentando que el francés no baje la cabeza después de ofrecer un recital de juego ante el campeón de 14 grandes, con su confianza mirando a la luna por encima del hombro. El nivel del encuentro es superlativo y el francés lo hace suyo con merecimiento tras conquistar cada palmo del duelo con brillantez. Pese a ir perdiendo durante casi toda la tarde, Nadal juega como en los días más importantes, con filo en la derecha y utilizando el revés para fabricarse huecos. Incluso contra Pouille, fantásticos sus méritos, la cabeza está por encima del tenista. Nunca renuncia el balear a la victoria, porque perdería la vida antes que la actitud, y ni eso le vale buscando el pase a cuartos.
Antes, Nueva York amaneció en guardia por la llegada de la tormenta tropical Hermine, con dos víctimas mortales a su paso por el sureste del país como carta de presentación. Los ciudadanos escucharon alertados a Bill de Blasio, el alcalde de la ciudad que les prohibió bañarse en las playas y les animó a extremar las precauciones para protegerse del ciclón. De Blasio invitó a la población a preparar una mochila con todo lo necesario por si necesitaban dejar a toda prisa sus casas, a tener la batería del móvil cargada al máximo o a bajar la temperatura del frigorífico para mantener los alimentos en buen estado, en caso de quedarse sin electricidad. Ocurrió, al menos el domingo, que la única huella de Hermine fue el frío, ni rastro de la lluvia y el viento.
Inicio sorprendentemente torcido
Con esa amenaza incumplida, el partido nació muy torcido para Nadal, sorprendentemente empinado. Abrumado por el ritmo de crucero de Pouille, que hizo y deshizo a su antojo, el mallorquín se encontró con la primera manga perdida en menos de media hora y tuvo la sensación de que había sido aplastado. El francés, un delicioso talento para la vista, interpretó cada jugada de carrerilla, como si estuviese leyendo un libro por quinta vez, y desmontó al español sin necesidad de grandes herramientas. Bendecido desde la cuna con una técnica imposible de enseñar, el número 25 jugó de dulce, recto y con decisión, siempre hacia delante hasta terminar en la red con mano de seda intercambios en los que siempre llevó el timón.
Impresionado por el altísimo nivel de su contrario, Nadal recurrió a sus pensamientos de perro viejo, los que en tantas otras ocasiones han venido a su rescate cuando se encontró con rivales inspirados. Que alguien vaya de la mano de la perfección sin soltarse nunca durante un partido al mejor de cinco mangas es como pretender que el sol no caliente. Imposible. Esa reflexión del balear, recurrente en situaciones similares, fue acertada y le abrió la puerta para empatar un cruce enfangado, por momentos indescifrable.
La vuelta al partido de Nadal, la inauguración del cuerpo a cuerpo, llegó de la mano de su mejor versión. El número cinco elevó su porcentaje de puntos con primer saque (del 64 al 85%) y dio un paso al frente en agresividad. Pouille encajó el cambio intentando no perder su diabólico ritmo inicial, pero lógicamente se quedó sin aire cuando su oponente apretó los dientes.
Inmutable Pouillle
La reacción de Nadal no asustó lo más mínimo a Pouille, que arrancó la tercera manga jugando de nuevo un tenis estratosférico. Por momentos, el francés hizo algo imposible: pegarle a la bola a una velocidad de vértigo sin perder control en sus tiros. El mallorquín, en línea ascendente tras igualar el partido, sufrió un bombardeo a pecho descubierto. Los balines de Pouille le obligaron a ir de línea a línea, defendiéndose como pudo, explotando el cortado y tirando a veces para construir coontrataques formidables que le llevaron a ganar el cuarto parcial y forzar un set decisivo a cara de perro.
Hasta ese momento, la cabeza de Pouille soportó la exigencia del partido con holgura. A los 22 años, claro, no debe ser fácil gestionar la tensión de ir por delante en el marcador contra Nadal y acercarse a los momentos cruciales sin dudar, pero todo tiene un límite. Perdido el cuarto set, perdido el encuentro, debió pensar el público al ver a Nadal lograr un break de entrada (2-0) y colocarse con una buena ventaja (4-2) para abrochar la victoria.
Expuesto ante esa situación, Pouille creció. No le pesó nada: ni ir en contra del marcador, ni el escenario, ni la alargada sombra de su rival. Recuperó el break (4-4), se plantó en un tie-break con los cuartos como premio y toleró una situación en la que cualquier otro habría explotado: tras ponerse 6-3 y dejar escapar tres bolas de partido (6-6), cerró la victoria con una derecha ganadora, se tiró al suelo y sacó la lengua para celebrarlo. La firma a un partido colosal.