La melena de Alexander Zverev se sacude con violencia tras cada golpe y las cadenas doradas que le cuelgan del cuello van en sintonía con esos llamativos bamboleos de su pelo. El alemán se juega el pase a los octavos de final del Abierto de Australia y Rafael Nadal le está pidiendo un tributo imposible por la victoria: el martirio, la extenuación, el sacrifico de resistir hasta que gane sin que le quede nada dentro, prácticamente arrastrándose de dolor, o explote en mil pedazos.
En el quinto set, cuando Zverev está roto (mentalmente y también de físico, sin poder andar con los calambres que tiene) por todo lo que ha ocurrido durante las más de tres horas y media anteriores, el español le demuestra por qué es un maestro del deseo. La victoria de Nadal (4-6, 6-3, 6-7, 6-3 y 6-2) explica muchas cosas, pero la principal es también la más inmediata: este es un triunfo de los que cambian la dinámica en un Grand Slam. Antes de buscar el pase a cuartos de final contra el francés Gael Monfils (6-3, 7-6 y 6-4 al alemán Kohlschreiber), Nadal ya sabe que ha hecho clic mentalmente.
“Ha sido un partido un poco dramático”, acierta a decir Carlos Moyà, entrenador del número nueve, en la puerta del vestuario. “Muchos nervios y mucha tensión, pero le ha dado la vuelta como sólo él sabe hacer. Todavía tiene esa garra intacta, la fortaleza mental”, prosigue. “Puede ser un punto de inflexión. Hay partidos a lo largo del año que son potenciales puntos de inflexión. Obviamente, ganar a un rival como este y de la forma en la que lo ha hecho puede llegar a suponer ese salto”, cierra el ex número uno del mundo.
“Estamos en octavos de final y ha superado a un oponente durísimo”, le sigue Toni Nadal, tío y otro de los técnicos del mallorquín. “Cuando vimos la tercera ronda era el que menos queríamos en este cruce. Sabíamos que era un partido complicado”, reconoce. “Han ido elevando el juego los dos y han terminado a un nivel espectacular”.
“Llevo tiempo luchando y trabajando para momentos así”, reconoce finalmente Nadal ante los periodistas. “Es bonito y satisfactorio que las cosas salgan a los tres niveles: físico, mental y tenístico. He sido capaz de ir jugando mejor, de incrementar el nivel durante todo el partido”, recuerda orgulloso. “Pase lo que pase el lunes, es un buen comienzo de año para mí tras mucho tiempo sin competir”.
El partido arranca con un minuto de silencio para homenajear a las cuatro víctimas mortales del atropello intencionado que se produce el día anterior en el centro de la ciudad. El incidente ha causado una conmoción en Melbourne, paradigma de la seguridad y la vida tranquila. Pronto, sin embargo, el recuerdo de la tragedia queda aparcado porque el encuentro atrae toda la atención de la gente y es completamente lógico: ninguno de los dos es ahora mismo número uno del mundo, pero Nadal estuvo en el trono mucho tiempo y el alemán también acabará allí sentado.
Zverev es una torre (1,98m) por terminar de construirse. Aunque difícilmente va a conseguir más centímetros de altura, sus músculos todavía pueden desarrollarse y ganar volumen. A día de hoy, la percha del alemán es fabulosa (¡qué bien se mueve para levantar casi dos metros del suelo!), pero en el futuro debería convertirse en un armazón contra el cansancio y la exigencia de los grandes partidos, una reserva de aliento ilimitado, yugo ante Nadal. En todo lo demás, y pese a estar por hacer, Zverev es buenísimo, un portento, el mejor de su generación con muchísima diferencia.
Sascha, como le llaman los suyos, tiene un desparpajo inusual en un niño de 19 años. El alemán juega con la valentía de los elegidos, sin miedo a nada y con el aplomo de las estrellas que vienen de vuelta. En el arranque, cada pelota que toca abre una llaga en las defensas de Nadal, que se revuelve con tiros endebles, inservibles para frenar el altísimo ritmo que le impone su rival. Sin que eso le asombre lo más mínimo, el aspirante domina al campeón de 14 grandes, lleva el peso de los intercambios y por momentos se imagina vencedor, algo que el español le niega heroicamente.
De entrada, Zverev pega primero y suma la manga inicial porque se enfrenta a un Nadal desorientado, incómodo y fuera de lugar. El mallorquín juega corto, sin revés y con un bajísimo porcentaje de puntos ganados con segundo saque (33%), por donde se le escapa el set. El alemán, que manda 2-0 y tiene otra bola al resto para provocar una hemorragia en la confianza de su rival, vive la primera media hora controlando el tiempo del partido y aprovechándose de las dudas del español, romo en la creación de las jugadas y falto de filo en la mayoría de sus tiros.
Mucho antes de reaccionar y empatar el cruce por primera vez, Nadal vuelve al partido con los cambios y las decisiones que asume. Basta que el mallorquín salve el 0-3 en el primer set (aunque lo pierda) para iniciar un ascenso meteórico, pasando de ser un Nadal desdibujado a otro inabordable, cerca de su mejor versión de siempre. Zverev muerde antes en el marcador, pero el español está muy pegado (se queda a un punto de diferencia en la manga inaugural) y casi no ha hecho nada para merecer esa igualdad frente a un rival superior, por lo que sólo puede mejorar.
Durante todo el primer parcial, el mallorquín va alternando sus posiciones al resto, perdiendo metros en la zona de la ventaja y montándose encima de la línea en el otro lado. Es un Nadal de laboratorio, un tenista con bata blanca que hace pruebas para intentar descifrar el saque de su rival. Poco a poco, el número nueve va poniendo más pelotas en juego, aprendiendo que su oponente abusa al buscarle el cuerpo y que sufre de lo lindo con restos esquinados, los que le sacan de su posición de confort.
La decisión que toma Nadal es una de las claves que luego le dan la victoria. Como no termina de sentirse cómodo al resto, el balear se va siete metros tras la línea de fondo y se coloca para devolver la pelota más allá de las letras de Melbourne. Con eso intenta que Zverev pierda un poco el campo de visión, que las distancias se le atraganten, que no tenga muy clara la referencia de su oponente. Sorprendentemente, y pese a acorralarse a sí mismo contra el muro, la solución funciona, como demuestra desde ese momento en adelante.
Zverev tiene mucho genio, un carácter duro y volcánico. Es muy exigente, quizás demasiado. Varias veces está cerca de estrellar su raqueta contra el suelo. Muchas otras grita palabras indescifrables en alemán, que por su cara no deben ser precisamente piropos. Al perder el segundo set, Sascha se transforma y sube la cabeza. El gen ganador que lleva dentro le impide perder pronto, renunciar a ganar a Nadal, por muy complicado que sea. Así, va a por el cruce sin miramientos, por la vía directa.
Con todo empatado, la llegada de la tercera manga destapa lo mejor de cada jugador. El Nadal sin punta ya es historia. El Zverev del principio está de regreso. En consecuencia, ambos rivales protagonizan un parcial interesantísimo que la grada vive con el corazón en un puño, tanta es la emoción, tan alta la calidad del duelo. Citados en un desempate frenético, Nadal está empeñado en buscar el revés de Zverev y ahí se equivoca porque con ese golpe su rival le hace un destrozo y le gana el set, dejándole sin margen de error ninguno.
Pese a perder ese desempate, el mallorquín comienza dominando 4-1 el cuarto parcial. En 2015, y en algunos tramos de 2016, Nadal se habría hundido mentalmente. En 2017, un año donde lo tiene todo clarísimo, fuerza el quinto set, se coloca 2-0 de entrada y se repone después de que Zverev sea capaz de devolverle el golpe (2-2). Un intercambio de 37 golpes sentencia la tarde y al alemán: Nadal está camino de los octavos, Zverev tieso como un palo.
Con el puño cerrado y la garganta ardiendo, Nadal celebra que ha ganado el partido y que va a por el título de campeón, aunque luego puedan ocurrir mil cosas en lo que le queda por delante. Algo está claro: el español tiene la misma fe de Neil Armstrong antes de emprender su viaje a la Luna. Con ese convencimiento, hay mucho camino ya andado.
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