“Me habría gustado estar entre el público para ver el partido”. Las palabras de Tomas Berdych llegan después de que Roger Federer haya pasado a octavos de final del Abierto de Australia con una victoria (6-2, 6-4 y 6-4) de las que hacen creer al espectador que está viendo magia. A los 35 años, y después de más seis meses alejado de las pistas por una lesión en la rodilla izquierda, el campeón de 17 grandes se planta en el cruce contra el número 10 del mundo pensando si será capaz de pelear por la victoria (una derrota equivale a salir de los 30 mejores de la clasificación) y se marcha de la pista volando.
Lo que sucede es muy simple. Como tantas otras veces en su dilatada carrera, Federer tiene una de esas noches en las que podría jugar con los ojos cerrados y no importaría lo más mínimo porque ganaría haciendo arte, dejando el tenis para el resto. Lo extraño es que ocurra justo en un momento tan delicado, en plena recuperación después de estar parado desde las semifinales de Wimbledon 2016 y tras regresar en la Copa Hopman para ganar luego sus dos primeros partidos en Melbourne (con Jurgen Melzer y Noah Rubin) sin su brillantez de siempre.
“Es un gran alivio”, dice luego el suizo, sentado ante los periodistas que teclean buscando contar lo que ha pasado. “Creo que fue un gran test mental para mí ver si podía mantenerme en el partido punto a punto, y fui capaz de hacerlo”, sigue Federer, que ahora tiene en Kei Nishikori (6-4, 6-4 y 6-4 a Lukas Lacko) una prueba durísima y completamente distinta a la de Berdych. “No puedo estar más feliz. Estoy sorprendido conmigo mismo”.
Desde el inicio, el suizo es el titiritero y el checo la marioneta. Los papeles nunca se intercambian porque Federer juega como más le gusta, que es echándole una carrera al reloj. En poco más de media hora, el suizo gana 6-2 y 2-0. La victoria ya es suya porque ese resultado le destruye la cabeza al número 10, que pierde la fe muy pronto en endurecer el encuentro, a ver si así consigue arañar el cuerpo de su rival. Mientras, Federer solo tiene que preocuparse de una cosa y Berdych tiene baste culpa: el número 17 ataca a tumba abierta y se olvida de lo que significa defender, no lo necesita.
El campeón de 17 grandes se sube a la línea de fondo y de allí no se baja en todo el encuentro. Solo camina hacia delante, colgándose de la red (20 puntos ganados, de 23 disputados) para fiarlo todo a su inmaculada volea. Que el suizo termine el partido con 40 golpes ganadores (por 17 errores no forzados) resume perfectamente la oda al juego de ataque que piensa en su cabeza y construye con la raqueta, una exposición ofensiva para la que se necesita contar con un talento que no puede enseñarse, trabajarse o encontrarse a mitad del camino.
Cuando Federer se va a su hotel a descansar, cuando se mete en la cama horas después de la victoria, todavía está en trance. Por esas manos irrepetibles sigue fluyendo la capacidad para hacer que un tenis imposible parezca un juego de patio de colegio.
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