“¡Roger! ¡Roger! ¡Roger!”. Antes de sacar por su grande número 18, Roger Federer escucha cómo la Rod Laver Arena canta a coro su nombre. En el último juego de la final del Abierto de Australia, la gente se pone de pie para animar al suizo, que acaba ganando el título a Rafael Nadal y dejando paso a la alegría, acompañada de las lágrimas. No es para menos: a los 35 años, y tras pasar seis meses fuera de las pistas para recuperarse de una lesión en su rodilla izquierda y de sus problemas crónicos en la espalda, Federer es capaz de estirar su propio récord (ganando a Tomas Berdych, Kei Nishikori y Stan Wawrinka) después de más de cuatro años sin levantar un grande. Increíble.
“Sinceramente, esa es la parte que menos me importa”, se arranca el suizo ante los periodistas, después de hacer un tour por todas las televisiones con la copa bajo el brazo. “Para mí, todo gira en torno al regreso, acerca de este partido épico con Rafa de nuevo”, prosigue Federer. “Haciéndolo aquí en Australia, donde estoy muy agradecido a Peter Carter, Tony Roche, y toda la gente. Supongo que mi popularidad aquí viene gracias a su apoyo. Estoy feliz de ver que todavía puedo hacer esto a mi edad después de no haber ganado un Grand Slam en casi cinco años. Es todo lo que veo: el último problema ahora mismo es el número de grandes que tengo. Honestamente, no me importa. De verdad”.
Federer habla en serio. En el ecuador de la treintena, y con una amplia familia (casado y con cuatro hijos), el suizo no tiene ninguna necesidad de seguir jugando a un deporte en el que lo ha hecho absolutamente todo, sin nada que demostrar, faltaría más.
Un jugador local allá donde va
Si Federer sigue compitiendo, si todavía tiene fuerzas para continuar peleando con jugadores a los que dobla en edad, solo puede ser por un motivo que está directamente relacionado con ese apoyo incondicional que recibe en la final ante Nadal, como allá donde va: el suizo quiere devolver un poco de todo lo que la gente le ha dado desde su llegada al circuito.
Más allá del jugador único e irrepetible, la figura de Federer no se entiende sin su capacidad para encontrar una legión de adeptos en cualquier rincón del mundo, una conexión fabricada sobre un estilo de juego bien reconocible y cimentada en una carácter arrebatador. Pocos tienen el privilegio de jugar siempre como locales, estén en Melbourne, París, Londres, Nueva York o Madrid, porque en casa de Nadal también ocurre lo mismo que en las otras ciudades por las que aparece el suizo para jugar un torneo, y pasa igual con sus compañeros de vestuario, solo hay que ver cómo explotaron las redes sociales el domingo por la noche después del triunfo en la final.
Así, y aunque la victoria de Federer volvió a subrayar que es el mejor de todos los tiempos, su imagen agradeciendo el cariño del público forma parte de esos pequeños éxitos que nadie valora, pero que el suizo saborea al final del día. Federer es una leyenda de los pies a la cabeza, pero también un jugador que ha conseguido lo imposible: que en España no siente mal su victoria de Melbourne ante Nadal.
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