Manolo Paz, nubes de piedra
Existen artistas que siempre están ahí. De esos que nunca entran en las modas; no porque no quieran y lo eviten estratégicamente, sino porque éstas no van a por ellos y ellos no alteran su modo de hacer para llegar a ellas. Encontrar artistas capaces de permanecer ofreciendo algo propio, genuino, como es el caso de Manolo Paz, es siempre una buena noticia. Si además, como en este caso, se trata de un artista que no se prodiga en exposiciones, la importancia del encuentro es todavía mayor.
El trabajo de Manolo Paz no se basa en una radicalidad conceptual. Ni es radicalmente moderno. Tampoco encontramos en él una experimentación plástica con nuevos materiales y formas. Si a esto sumamos la dificultad que supone exponer su trabajo debido al peso de sus obras, entenderemos que las dificultades de partida sean muchas. Sin embargo, no tengo dudas en afirmarlo: Manolo Paz es un artista imprescindible, capaz de con muy poco conformar unas obras que pueden hablar por sí mismas hasta el punto de convertirse en iconos de una ciudad -pienso en su Familia de Menhires en La Coruña-, algo que muy pocos artistas -más fáciles de defender y seguramente con mayor fortuna crítica en determinados momentos- conseguirían. El de Manolo Paz es arte en sentido puro. Sin colorantes. Y eso, en un mundo aplastado por una saturación iconoclasta de imágenes y publicidades de neón, merece ser valorado por encima de todo.
En esta última entrega de su trabajo, en la galería SCQ, Manolo Paz presenta nuevas formas basadas en contrastes y viceversas. Por un lado, abandona el hueco para trabajar más el espacio con la masa que con el vacío. Por otro, permite que el tacto se reconcilie con la forma, que ésta se sensualice y sexualice para que la mirada resbale hacia lo más íntimo. Lo vemos en sus Campo de arroz, una pagoda natural que nos precipita más que nunca a una -no oculta- influencia asiática. En ésta, el movimiento se consigue gracias al ritmo ondulado que obliga a rodear la pieza. También en Nube se da ese movimiento, en este caso para obligarnos a buscar ese lado escondido de la piedra, vertiente que ataca con elegancia, como recordando que en las nubes habitan los sueños y que el peso, el volumen, también puede flotar. Una caja-espejo situada bajo la piedra enfatiza ese sentido de viaje virtual, en potencia. Pero también nos descubre donde se encuentra el frío, la lluvia que amenaza con despegarse del todo monolítico. Mientras, es el propio espectador quien dibuja el movimiento de ésta a partir del suyo propio. Y para bajar de ese cielo una Escalinata, que en este caso tiene la forma de tres personajes de granito resueltos a partir de un acertado juego de escalas y perspectivas inestables.
Manolo Paz organiza la exposición a partir de esas tres piezas citadas. Hay otra sala con más obras, de pequeño formato, pero nos quedaremos con estas tres. Porque la escultura de Paz no es fácil de domesticar. Sus piezas necesitan respirar. Por eso su verdadero punto álgido se produce en relación simbiótica con lo natural. Ahí es donde uno disfruta con su trabajo para comenzar a aprehenderlo, verdaderamente. Porque Manolo Paz trabaja a partir de rodeos, matizando, valorando los tiempos. Manolo Paz conoce y comprende el medio en el que trabaja, se integra en lo natural sin idealizaciones, con la frescura de quien está familiarizado con algo. Es fácil comprender, por tanto, esa actitud que le lleva a no alterar en exceso las texturas y las formas. Ese valorar la esencia, ese mimo de cara a lo existente que se traduce en una suerte de arqueología de lo natural, priorizando el resquicio sobre el adorno, lo misterioso y bruto sobre lo construido y amanerado. El propósito de Manolo Paz no es descriptivo sino expresivo, de diálogo con el entorno, pero de diálogo abstracto. Definitivamente, donde la prisa se detiene para ver más allá de las nubes y de las modas, hay artistas que con un trabajo riguroso y fiel a sí mismo, siempre estarán ahí, esperando que el ‘cuento’ se desencante.