Daniel Canogar, en la red
Arañas I y Arañas II, ambas de 2008
El visitante entra en la exposición antes de hacerlo en la galería, pues ya desde el portal y el pasaje que da acceso a la sala se ve la primera de las piezas que componen la muestra de presentación de Daniel Canogar (Madrid, 1964) en Max Estrella y su primera comparecencia en una indvidual desde hace cinco años, cuando expuso Ingrávidos en la Fundación Telefónica.
Una cascada de cables, ratones de ordenador, placas y otros desechos informáticos, en la que está atrapado un grupo de jóvenes que cae entre el detritus, va del techo al suelo y cubre por completo el ancho de la entrada. Eso es lo que el espectador ve, pero sólo cuando se acerca lo suficiente comprueba que una parte de la imagen es fotográfica y la otra es un inmenso collage de basuras de brillantes colores y diseños.
Las tres salas interiores -por cierto, alguna vez deberíamos estudiar de cuántas maneras diferentes los artistas han subdividido un mismo espacio- permanecen a oscuras, huéspedes de unos enormes artefactos, hechos de cables, motores, fibra óptica, hilo de seda, etc., que conforman figuras orgánicas desde las que se proyectan imágenes semejantes a las de la fotografía y que se despliegan, móviles unas, inmóviles otras, por las paredes y el techo de la galería. Todas, por así decirlo, incluyen al espectador en el centro de la experiencia -la oscuridad, la dificultad de transitar entre la red de cables y dispositivos, etc.-, pero es en la última, al término del recorrido, donde los elementos que la integran parecen haberse desbordado o, a la inversa, haber sido ellos mismos atrapados en una selva o una inmensa trampa en la que el visitante es una víctima más.
Diré, en primer lugar, que la exposición, por ambiciosa y compleja, es más propia de un museo o una institución que de una galería privada; también que constituye un extraodinario retorno de Daniel Canogar a la escena madrileña, por más que los interesados pudimos asistir a la presentación de Clandestinos en la Noche en blanco de 2006.
En una larga entrevista con Gloria Picazo, el artista cuenta que el origen de la serie Otras geologías -en la que se inscriben estos Enredos-, estuvo en los paseos que daba por su barrio, una zona industrial al este de Madrid irremediablemente dañada por la especulación, y su atención obsesiva a las montañas de escombros y, sobre todo, enseres personales de los habitantes desplazados. Empezó luego a buscar lugares donde pudiese encontrar cúmulos de basuras y fue a dar con los de recogida y reciclaje, los denominados “puntos límpios” y los vertederos. “Nuestra basuras -dice- están creando un nuevo paisaje excremental que preferimos no ver, razón por la que se retiran a la periferia de la ciudad”. Y también: “quería reproducir en el espectador el mismo impacto que a mí me produjo ver las montañas de residuos en los basureros”.
Los objetos de desecho se incorporaron al mundo del arte con las vanguardias históricas, pero la atención que los artistas prestan hoy a esa realidad es de signo muy diferente al de Duchamp o Schwitters. Lo que Canogar o Esther Partegás o Democracia (por citar sólo a los que tengo más recientes) exponen con sus basuras es una reflexión sobre nuestra capacidad de despilfarro, de desprecio a nuestro propio entorno, de nuestra ansiedad por la obsolescencia de los objetos que intercambiamos y, en el caso concreto de Daniel Canogar, de nuestra dependencia y a la vez suficiencia respecto a un universo tecnológico que es tanto instrumento como máquina posesiva. También forman parte de su argumentario las diferencias entre memoria tecnológica y memoria natural, la saturación comunicativa y el exceso consumista como reacción al insoportable vacío de la vida contemporánea.
Diré, para concluir, que Enredos lleva a un límite más que convincente las propuestas del proyecto Otras geologías y, en general, del proyecto total del artista. Aquí los instrumentos se configuran estéticamente como esculturas -que no puedo evitar equiparar a los árboles eléctricos de una pieza suya anterior, Photosynthetic Rememberance, de 2006, sólo que allí lo orgánico se tecnifica y aquí lo tecnológico se hace arborescente-, esculturas que invaden el espacio expositivo y lo dominan. Imagen real e imagen virtual sostienen una misma presencia e invocan, por así decirlo, a un único motivo. Incluso la presencia humana, que no siempre me parece necesaria en los acúmulos de Otras geologías, es aquí referente directo del espectador o visitante.