El Cultural

De charla con Manolete

8 noviembre, 2009 01:00



Frente a la Iglesia de Santa Marina, en Córdoba, se alza el monumento que le hicieron a Manolete. Entre caballos blancos y mozos fúnebres, el maestro mantiene el capote bien sujeto, confiando en que el toro salga pronto de chiqueros. Pero esta vez no va a ser un toro. Qué va. Esta vez es un servidor que alza sus cuernos de cabrito para entrarle:
-Qué tal maestro.
-Aquí, esperando todavía a que llegue el plasma y me devuelva de nuevo a los ruedos. Uno no nació "pá" quedarse quieto.
-No, ya sé, maestro, ni tampoco para apartarse.-le digo, metiendo la puya en el recuerdo de la Plaza de Linares, una tarde de agosto, sol y moscas. -La corrida de toros de la que más carteles se han hecho. -Le sigo diciendo-. Hasta yo mismo tengo uno colgado en mi alcoba en el que salgo en letras grandes junto a Luis Miguel Dominguín, Gitanillo de Triana y usted. Qué quiere que le diga, a las gachís les gusta mucho.
Pero él se muestra sereno, con esa quietud del que sabe que la Muerte mata y yo entonces me quedo "apencao", a sabiendas de que lo próximo va a ser un pase cambiado por lo bajo. Y así es.
-Ahora que soy estatua, -me dice- todo el mundo habla grandezas pero en mi época el público sólo estaba contento conmigo cuando me veía camino de la enfermería.
Las cuevas de sus ojeras delatan soledades de campo bravo; el pellejo de los recuerdos sobre la carne del bronce. Lleva el vestido al detalle, con su chaquetilla prieta y la guarnición de luces alumbrando el camino de los mozos que van a pie, pues aún no han conseguido domar sus caballos blancos.
-No se me queje tanto, Maestro, que usted salió de la posguerra mucho antes que la sociedad que representaba. Usted pudo comprar a doña Angustias, su madre, una mantilla blanca. Y a su novia, la Lupe Sino, una peineta de carey. O de Caray.
-Ya, y por eso tuve que morir el 28 de agosto de 1947. -Apunta grave-. Porque se necesitaba una fecha que marcara el final de la posguerra.
-Así es, por lo mismo Islero no fue más que el nombre del toro que a usted le quiso poner la Historia.
Manolete ajusta la zapatilla al pedestal y mostrando su defecto que le lleva a pronunciar las "erres" como si fuesen "ges", me sigue contando que, en su época, la muerte formaba parte del menú, y que aunque no torease la gente esperaba su muerte como ahora esperan la muerte de un cantante de rock, poco más o menos. Y que se hacían porras, quinielas, lenguas y rumores de patio de vecinos. Que si la delgadez, que si la cocaína; que la Lupe Sino tenía la culpa pues le estaba dejando sin carne en los huesos. Al final, tanta pena me cose el pecho, tetilla con tetilla. Y en vez de cabrito me convierto en toro de mimbre y me pongo tierno como el solomillo. Y me acuerdo de su paisano, el Séneca, cuando dijo aquello de que nada hay peor que estar muerto antes de morir.