Los dichosos derechos de autor
El País ha sido testigo de dos polémicas relacionadas con los derechos de autor sumamente chocantes. Por una parte, el escritor Javier Calvo publicó un delirante artículo en el que proponia algo así como la desaparición de las editoriales y la venta de libros como principal sustento de su gremio para que los escritores se conviertan en empresarios de sí mismos y se ganen unos euros con, por ejemplo, los recitales. Tiene tela. Menos mal que unas semanas después el también novelista Luisge Martin le enmendaba la plana resaltando lo obvio: 1. El trabajo de los escritores es escribir, no hacerse autobombo. 2. Gracias a Dios que hay editores, si no los libros que leemos estarían mucho peor escritos.
Y Antonio Muñoz Molina y el ex presidente de la Junta e Extremadura, el eterno insensato Juan Carlos Rodríguez Ibarra, se han peleado a costa de las descargas ilegales. Lo que ha pasado es que el político publicó primero una memez y luego Muñoz Molina lo atacó mal. Decía Ibarra en su artículo primigenio (Fregonas y maletas de ruedas, como una parodia de peli de Almodóvar) lo siguiente: "¿Acaso cuando alguien compone una balada, de cuya autoría reclama la propiedad intelectual, no está creando algo sobre creaciones anteriores o contemporáneas a él? ¿No hubo antes que él alguien que escribió la primera balada de la historia?".
Es francamente asombroso que un señor como Ibarra, uno de los políticos más activos (y plastas, por qué no decirlo) de los últimos años pueda decir semejante majadería y quedarse tan ancho. Para Ibarra, la invención y la creación no existen más que como reciclaje, lo que es una verdad absurda porque efectivamente, crear significa unir conceptos de forma original para darles un nuevo significado. Pero eso lleva un trabajo, no es algo que sucede de forma "natural" sino después de muchas horas en las que un señor o una señora ha estado pensando en cómo hacerlo. Por lo visto, el único creador de la historia de la humanidad ha sido Dios, que creó el mundo de la nada. Esperemos que no comience a cobrar esos únicos legítimos derechos de autor porque nos saldrá carísimo.
Y ese señor que crea, señor Ibarra, merece cobrar, igual que usted merece cobrar por sus clases de la Universidad, aunque sería de desear que no dijera las mismas tonterías en ellas que en los periódicos. El de Extremadura, a quien siempre le ha gustado ir de gracioso (en Cataluña, sin ir más lejos, nadie le puede ni ver), prosigue su disquisición de la fregona con una comparación entre un huerto, su frutero y Sabina. Por lo visto, le resulta ofensivo que para comprar una sola canción de Sabina (Tiramisú de limon, cágate) tenga que hacerse con el disco entero. Parece que no se ha enterado de que en iTunes se venden canciones sueltas y que es absurdo pedir a la industria que publique doce singles por disco.
Pero Muñoz Molina, lógicamente alarmado por la insensatez del político, le contestó de forma displicente cuando quizá debería haberle tratado como a un ser humano, y no como al listillo con ganas de hacerse el modernuqui y popular que parece en el artículo. Porque la respuesta de Ibarra a Muñoz Molina, en la que se jacta de no cobrar su pensión como presidente de la Junta (que presidió, con rigor democrático, durante 24 años), resulta un pelo más interesante que las fregonas, las verduras y los discos de Sabina (por cierto, que esa obsesión por un cantante y músico mediocre como Sabina, al que se cita como quintaesencia de la exquisitez por parte de Ibarra y otra mucha gente demuestra la baja cultura musical española), en fin, que la respuesta es más interesante, aunque Ibarra se siga equivocando.
Pone el acento Ibarra en la distinción entre soporte y obra. Es decir, entre el cd físico y el digipak del Revolver de los Beatles y su contenido "real", la música, que es inmaterial. En primer lugar, me soprende ese desprecio absoluto por el objeto con el que se suele tratar esta cuestión. En casa tengo un libro con las cien portadas de discos más importantes de la historia y repasarlo es una delicia que te transporta a la estética y el espíritu de distintas épocas pasadas en las que la música contaba más que ahora, tenía más fuerza y capacidad de subversión. Y la música no sólo era música, era imagen, transgresión en si misma. Es falso que el contenido real del Sgt. Peppers sea solo A Day in a Life o Lucy in the Sky with Diamonds, porque esa portada también marca un canon.
Pero asumamos la desaparición de las portadas y los digipacks, aunque nos de pena, y vayamos a la cuestion clave: el soporte. Es cierto que la desaparición del soporte físico es imparable y que eso debe conllevar una bajada de precios. Pero eso ya ha sucedido. Ahora, uno puede comprar solo ese Tiramisú de limón (qué horror de título, por dios) cosa que antes no podía. Es decir, la idea debería ser que la gente compre más discos y más baratos, no que la gente se los pille gratis. Y eso, en iTunes, está pasando. Aunque quizá lo importante ya no es comprar, porque existen fenómenos, como Spotify, donde por diez euros al mes uno puede escuhar toda la música que quiera.
Spotify nos lleva a la cuestion fundamental, que obvia Ibarra en una defensa artera de lo que sabe que vende en la calle, y es si hemos pasado de la era de la propiedad a la era del acceso. O la "tarifa plana" cultural. ¿No seria maravilloso tener, por diez euros al mes, todos los libros del mundo en mi iPad como ya sucede con la música? Si todo sale bien, y soy optimista, las cosas se pondrán en su sitio; es decir, los autores se asegurararán su paga para seguir siéndolo (nadie es capaz de trabajar ocho horas en lo que sea, llegar a casa, y componer una sinfonía), la gente pagará menos, pero habrá más gente que pague, y ese acceso sera lo esencial. Ya no es cuestión de tener, sino de poder tener cuando queramos, como queramos, en seguida. Es fantástico.