De charla con Velázquez
Escultura de Velázquez en Madrid
Llego hasta la estatua de Velázquez con hambre de siglos, tengo intención de que me haga unos huevos fritos con toda su luz y en cazuela de barro. Como fue cocinero de Palacio sabe a lo que me refiero. Por eso achica los ojos y se relame los bigotes cuando se lo recuerdo. Sin cambiar de postura me pregunta que si deseo algo más.
Le contesto que sí, que ya que estamos puestos, quiero que me desvele el arte culinario en aquellos tiempos de hambre donde el milagro de los panes y los peces sólo era posible en el lienzo.
-Y de los huevos -recalca él y empieza a enumerar los platos de sus días, todos a base de huevo.
Según él, los huevos fritos eran propios de gente ordinaria; al igual que los huevos hilados eran para postre; como también eran de tercero los huevos rellenos con su verdura y su pan rallado con canela y azúcar, servidos sobre torrijas empapadas en zumo de limón.
-Platos donde mojé la cola de mis pinceles para dar consistencia a la luz que lleva mi nombre -remata el pintor.
-Luz velazqueña, -apunto- la famosa luz de los Madriles. -Luego me sale la vena poética y le digo que es luz de huevo hilado, que se extiende de sol a sol sobre el solar manchego.
Él asiente sin cambiar de postura. Sigue sentado en el bronce de su silla, sosteniendo con una mano la paleta cargada de manchas. La otra mano va armada con pincel. En estas, veo llegado el momento de provocarle y le digo que colocó mal el espejo de su Venus.
-Ya sabes, Velázquez, la orientación.
-Era complejo, -me dice- date cuenta que el espejo lo sostenía su hijo, que no era Edipo sino Cupido.
-Gracias por aclararme el parentesco pero yo siempre había pensado que se trataba de un ángel regordete y mi crítica era que podías haber mandado sujetar el espejo a Satanás. Lo hubiese orientado con otra intención, no sé si me explico.
-O poner uno más grande, -me salta el pintor, con su mejor sonrisa, aquella que le sube hasta los bigotes y luego sigue-: Mira tú que lo estuve pensando pero siempre estoy a tiempo. -Va y me suelta el muy puñetero.
-Pero lo tienen los ingleses, no está aquí- y le señalo detrás. Él se vuelve con ira hacia el museo donde debería estar.
-No me lo recuerdes, -me dice con gotas de vinagre en su gesto- no me recuerdes que una sufragista envidiosa de cuerpo me la acuchilló.
Así hago, no se lo recuerdo más. Lo que sí le recuerdo es que de no haber sido pintor de la corte, hubiese sido pintor de borrachos, putas y tabernas. Hubiese buscado la luz anémica de los amaneceres a la salida de locales de mala nota. Es cuando le vuelven a sonreír los bigotes. Pues en el fondo es un artista de burdel y cantina que se adelantó a la cámara de fotos tendiendo trampas al ojo. También fue el primer pintor que criticó la explotación de la mujer trabajadora en el cuadro de "Las hilanderas", o por lo menos eso me parece a mí.
-Ese cuadro está aquí -señala orgulloso el museo que hay a sus espaldas- y también están las Meninas. Cuadro con el que el rey me honró con la Cruz de Santiago.
Llegados a este punto, me cuenta su vida y me dice que sus cuartillos de sangre judía se vieron neutralizados con los brochazos reales. Por lo visto, para entrar en la Orden tenía que haber demostrado pureza de sangre y que nunca había trabajado con las manos. Vamos, que era un vago.
Yo que no creo en otra aristocracia que la del talento me cubro con mi ordinariez y cojo los huevos que traía para que me los hiciese fritos y los rompo sobre el pedestal. Con trazo grosero unto mi dedo en la yema y pinto sobre el pecho de Velázquez la cruz que al escultor don Aniceto, el segoviano, se le olvido poner. Soy así de gamberro.