De charla con Joyce
Estatua de James Joyce en Dublín
Resulta cómica su postura. Apoyado en un frágil bastón y con las piernas difíciles, Joyce no me quita ojo.
-Un tanto enclenque -le suelto-. Me parece un tanto enclenque la estatua que te han levantado.
-Por ahorrar bronce -va y me dice.
Ahora ya nadie lo pone en duda, Joyce fue un cachondo. Tal vez sea por eso por lo que triunfó.
-La prohibición, amigo, lo prohibido vende -me ataja-. Decir lo que uno piensa está prohibido, yo lo dije, quité la corteza al fruto y eso no sentó nada bien.
-Bueno, bueno, no te des más coba, -le tuteo- ahora mismo, el Ulises no está prohibido, aunque hay algunas ediciones cuyo precio es prohibitivo.
-Eso ha sido cosas de los críticos primero y del comercio después - dice Joyce, sin dejar de mantener el equilibrio en esa extraña postura- . Una cosa va a la otra como el borracho a la botella. Me alegro de haber dado tanto trabajo a los eruditos de la literatura.
En su mentón alzado advierto la prepotencia de los hombres que han superado cuernos y complejos. Se lo recuerdo. Por ver si puedo llevar la conversación por derroteros más comerciales y sin más rodeos, pregunto:
-Es verdad que tu mujer, Nora, te engañaba con otro y que eso en vez de irritarte te excitó tanto que te pusiste a escribir tu Ulises como exorcismo para arrancarte los cuernos.
-Eso es cosa de los críticos, que a todo buscan significado.
-Pero no me vas a negar el elemento sexual en tu obra -le planto de seguido.
Acomodado en el bastón, sin sacarse la mano del bolsillo Joyce apunta con la barbilla, muy pagado de sí mismo:
-No, no lo voy a negar. Es por eso por lo que se sigue vendiendo mi Ulises. El sexo es lo más comercial que existe. A todo el mundo le gusta -suelta, sin cambiar de postura.
-Ya. Tú lo que eres es un salido- le digo-. A las pruebas me remito -sin perder más tiempo, saco de mi bolsillo una de las cartas encendidas que le escribió a su mujer y recuerdo lo que le escribió: "¿Te acuerdas del día en que te alzaste la ropa y me dejaste acostarme debajo de ti para ver cómo lo hacías? Después quedaste avergonzada hasta para mirarme a los ojos".
Pero Joyce se mantiene impasible, en su extraña postura.
-¿Puedo seguir? -Pregunto.
Afirma con la barbilla y yo sigo recordándole lo escrito a su amada: "Nora, mi fiel querida, mi pícara colegiala de ojos dulces, sé mi puta, mi amante, todo lo que quieras"- y aquí me paro.
-¿Algo más? -pregunta Joyce, pagado de sí mismo.
-Sí, qué es lo que llevas en el bolsillo del pantalón, que no sacas la mano.
-Unas bragas -dice tan normal.
-Me lo temía.