De charla con Antonio Gades
Estatua de Antonio Gades en La Habana, Cuba
Ando por La Habana Vieja, entre vasos de ron y música de antiguos rumberos. Llego hasta el final de mis pasos y me planto delante de su estatua. Antonio Gades ríe con el bronce de los ojos y con toda la chispa del Madrid gatuno que le sirvió de crianza. Esa mirada a la que no le falta su pizquita de sal, ni tampoco los cuartillos de sangre prieta, pongamos que acosada. Me ha reconocido enseguida, se acuerda de mí, de cuando yo iba para bailaor y una vez nos cruzamos en la academia de Amor de Dios, en los Madriles.
Él iba buscando una niña para un cuadro de baile y yo andaba perdido.
-Te pedí lumbre, me acuerdo.- Va y me dice Antonio, convertido en estatua.
-Y yo te pedí un autógrafo que me firmaste en un paquete de Ducados.
El bailaor asiente con la cabeza, como si el tiempo y lo que flota no se hubiera detenido después de su muerte, que ya va para seis años.
He venido para darte las gracias, le digo. Pero él me mira burlón, sigue poseído por la llaneza de los espontáneos, no se le fue nunca y menos ahora, convertido en estatua.
-¿Gracias, por qué? -me pregunta.
-Por tu baile -le digo-, con él aprendí mucho y luego intenté hacer lo mismo a la hora de ponerme con el oficio más antiguo del mundo.
Me mira extrañado, como diciendo vaya loco me ha "tocao". Pero yo se lo explico enseguida; le digo que aprendí a despojar lo superfluo de mi expresión escrita, a buscar la sustancia y a olvidarme del verbo. Como hizo ese otro amigo suyo, que fue Ignacio Aldecoa.
-Salvando distancias, claro -le apunto- Pues Aldecoa era Aldecoa.
Es entonces cuando la memoria me arrastra de nuevo hasta la calle Amor de Dios en Madrid, hasta la antigua academia de baile flamenco. A la tarde que nos cruzamos y que nos pusimos a trabar conversación como si nos conociéramos de toda la vida. Alberti, Bocaccio, los toros y al final Aldecoa. Luego, después del cigarrillo me dijo que iba buscando una niña para un cuadro y yo le dije con guasa que lo sentía, pero que no le podía servir.
Y ahí le dejé, con esa galanura del que se sabe artista y lo esconde, a las puertas de una academia que ya no existe.
-Entonces por lo que veo abandonaste el baile -va y me pregunta.
-Qué remedio, Antonio. Me hubiera gustado ser bailaor pero ya sabes, tenía un problema y era que no sabía bailar. Ahora me dedico al oficio más antiguo del mundo, el de contador de embustes y me he dado cuenta de una cosa. El engaño es como el baile, una cuestión de riñones.