Abilio Estévez: "Salir de La Habana no cura el miedo de inmediato"
Abilio Estévez. © Iván Giménez (Tusquets Editores)
Presenta hoy en Casa de América su última novela, El bailarín ruso de Montecarlo
Novelista, poeta y dramaturgo, más frágil que nunca por íntimas razones, Abilio Estévez (La Habana, 1954) presenta en Casa de América su última novela, El bailarín ruso de Montecarlo (Tusquets), la historia de un cubano "miope, cojo y feo sin exageración" que aprovecha la invitación a un Congreso sobre José Martí en Zaragoza para romper su pasaporte, tirar sus maletas y huir a Barcelona. Su escudo, desde ese momento, y como siempre, será la cultura...
PREGUNTA.- ¿Cuánto hay de autobiográfico, y cuanto de disfraz en El bailarín ruso de Montecarlo?
RESPUESTA.- En realidad, creo que hay mucho de autobiográfico y mucho de disfraz. Quizá siempre me sucede cuando escribo. Sospecho que para mí escribir siempre es un intento de escribirme. No soy Constantino Augusto de Moreas. Aún no tengo sesenta años, aunque me falta tan poco que da lo mismo. Ni soy cojo, ni soy especialista en Martí. Hasta el momento, no me he visto en la necesidad de mendigar. Sin embargo, es verdad que, como él, mucho sufrí en Cuba (aunque mucho gocé también, no voy a ser injusto).
P.- ¿Es el único parentesco?
R.- No. Soy marianense, como mi personaje, es decir nací en un lugar privilegiado de La Habana, junto al antiguo cuartel de Columbia. Y esa zafra de la que se habla en la novela, fue mi zafra, la primera vez que cortaba caña de azúcar, tres meses en los campos de Matanzas, durante 1970. Allí me enamoré por primera vez, "con la dulce y total renunciación". No había bailarines, es cierto, pero sí un hotel que era la copia trivial del Casino de Garnier, en Montecarlo, en medio de un pueblecito de aspecto norteamericano. No tuve problemas políticos por escribir un artículo sobre Martí; sí los tuve, en cambio, por ser amigo de Virgilio Piñera. Y sí, como el señor Constantino Augusto, creo que la libertad es la invisibilidad. Y creo en el viaje como camino de redención. Y tengo fe en "los milagros de la primavera".
P.- ¿Cree, como su protagonista, que La Habana fue (y tal vez sigue siendo) "una serie de anhelos superpuestos y una serie aun mayor de fracasos. Nada más"?
R.- Sí, ahora mismo veo La Habana como algo imaginario, como un espejismo. Es raro: cuando estás en ella, no quieres estar en ella. Cuando te vas, la añoras. Pero lo interesante es que no la añoras exactamente a ella, sino a otra Habana que te has inventado, o que han inventado otros. La Habana de Lezama, de Carpentier, de Cabrera Infante…
P.- ¿Qué añora más?
R.- ¿Qué añoramos? No sé si tenemos nostalgia de una ciudad real, o de una ciudad que sólo ha sido real en nuestra melancolía. También, cierto, ha habido mucha frustración en nuestra historia. Nuestra democracia, hasta 1959, no fue todo lo ideal que debía haber sido. Y luego de 1959 ya no se puede hablar de democracia alguna. Como dice la espantosa canción de un espantoso señor que tocaba la guitarra: "Llegó el comandante y mandó a parar". El problema es que la "parada" fue demasiado concluyente. Y así estamos.
P.- Vive en España desde hace años... ¿cuándo dejó de sentir "la lejana e irritante sensación habanera de sentirse observado"?
R.- No creas que hace mucho. Lo peor de cualquier enfermedad que no te mata, es su secuela. Decir "la lejana e irritante sensación de sentirse observado" es un modo, casi eufemístico, de hablar del miedo. Y el miedo no desaparece como por arte de magia. No es que salgas de La Habana en un avión y aterrices curado del miedo, no, es algo mucho más difícil, y más lento, y más angustioso. Me gusta mucho el epitafio de Descartes: "El que se ocultó bien, vivió bien". De donde se deduce que nosotros no hemos vivido nada bien.
P.- ¿Por eso este libro es también un homenaje a Barcelona, pero también a la música, la poesía, la cultura...?
R.- Me gusta decir que si Cuba, La Habana, me dio la vida, Barcelona (y cuando digo Barcelona digo España, porque la verdad es que los nacionalismos me parecen un empobrecimiento de la vida), me dio la resurrección. En La Habana viví y morí. Y en Barcelona resucité. ¿Cómo no la voy a querer, cómo no la voy a homenajear? Y en cuanto a la cultura…, ¿no nos redime también de tantas cosas?
P.- España acaba de recibir a una decena de disidentes cubanos: ¿los conoce, piensa verlos?
R.- Sólo conozco a uno. Con gran sorpresa, emoción, alegría vi que uno de esos disidentes era Ricardo González Alfonso. Tal vez él no me recuerde, pero trabajamos juntos en una Casa de Cultura hace más de veinte años. En aquel tiempo, era un hombre que siempre estaba alegre, que trasmitía una gran esperanza.