El Cultural

Berlanga catódico

19 noviembre, 2010 01:00

Muchas cosas se han escrito y se seguirán escribiendo de Luis G. Berlanga. Frente a la parquedad del comentario más elocuente (encontrado en el blog de Raúl Pedraz... una imagen vale más que mil palabras), se han publicado decenas de artículos sobre su cine y su forma de ser, sobre quién fue y qué significó, sobre cómo las pantallas españolas se han quedado algo más huérfanas al fallecer el último gran referente de la comedia española -desaparecidos ya Fernando Fernán Gómez (noviembre 2007), Rafael Azcona (marzo 2008), José Luis López Vázquez (noviembre 2009) y Manuel Alexandre (octubre 2010)-, todos en el espacio de tres años... Pero poco o nada se ha hablado de dos aspectos importantes de su obra: su escasa repercusión internacional (que lo distinguirían de Buñuel o Almodóvar) y su trabajo televisivo.

Obviamente, la primera cuestión no es un asunto a tratar en este espacio. Pero conviene lanzar la reflexión (como hizo Antonio Weinrichter) y apuntar algunas posibles causas. Berlanga siempre justificó, no sin sorna, que sus películas nunca han transcendido más allá de nuestras fronteras porque "es imposible subtitular a varios personajes hablando a la vez". Pero eso no es motivo suficiente. Como tampoco lo explica la profunda conexión de su obra con las idiosincrasias y singularidades de una cultura nacional muy específica. Pensemos en el éxito internacional de Kurosawa, o de Fellini, o de Almodóvar sin ir más lejos, para declinar el argumento. Quizá habría que apelar a ciertas incompatibilidades con una modernidad europea tan alejada de las prácticas cinematográficas más visibles en el cine berlanguiano, o de una opacidad política no muy acorde con las evidencias ideológicas de su época.

Pero el caso a tratar en este blog es otro, claro. Por descontado, debemos resaltar la obra televisiva de Berlanga. Que no es profusa, pero sí significativa.

Sus primeros escarceos en la televisión fueron en los años sesenta, implicado en la película colectiva transformada en mini serie Las cuatro verdades (Les quatre verités / Les fables de La Fontaine, 1965), una co-producción europea que adaptaba diversas fábulas del poeta francés del siglo XVII Jean de la Fontaine, y en la que estuvieron involucrados otros directores como René Clair, Hervé Blomberger y Alessandro Blasetti. A caballo entre el rodaje de Plácido y de El verdugo (es decir, en el momento más dulce de la colaboración de ambos), Berlanga y Azcona rodaron la fábula La muerte y el leñador, llevándola a un terreno contemporáneo y a su concepción irónica del miserabilismo, sustituyendo al "leñador" por un organista callejero que intenta suicidarse pero un coche fúnebre se lo impide. Las influencias "neorrealistas", tan cruciales en la primera etapa de la obra de Berlanga, se dejan ver en la historia del descenso a los infiernos de la miseria de un pobre hombre, y que recuerda tanto a Plácido como al Ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio de Sica o a la seminal Le signe du Lion (1959), de Eric Rohmer. Como consecuencia del pudín europeo, el actor protagonista, interpretando a un españolito de a pie (que incluso canta una tonadilla), es el actor alemán Hardy Kruger, creando un hiato interpretativo tan sonoro como el de haber tenido que contar, también por exigencias de producción, con el actor norteamericano Richard Basehart para dar vida al impostor (en todos los sentidos) de Los jueves, milagro (1957).


Hasta los años noventa no volverá a relacionarse con el medio televisivo, que tanto había cambiado en tres décadas. Será en la serie de TVE Villarriba y Villabajo (1994), una idea original de Berlanga en torno a los dislates, contradicciones y esperpentos de la España de las autonomías, para la que encontró la inspiración en el popular spot publicitario del lavavajillas Fairy que le contrataron para dirigir. La serie gira en torno a la rivalidad de dos pueblos que comparten territorio (incluso la plaza, la fuente y el bar), pero están separados administrativamente, pues cada una pertenece a una Comunidad Autónoma distinta. El tono de estupefacción y pesimismo ante la crispación política, el mismo que encontramos en el largometraje Moros y cristianos (1987), imprime ese distintivo sello Berlanga en la serie, que explota debidamente la riqueza de palabra de su cine, pero que se inclina más al chiste o al gag facilón que al humor característico de sus mejores películas, en las que el humorismo siempre procede de la propia situación que generan las interacciones entre los personajes y su entorno.

Su último trabajo de televisión -la mini-serie biográfica Blasco Ibáñez, la novela de su vida (1997)- es su proyecto más personal de cuantos realizó para la pequeña pantalla, si bien las malas lenguas hablaron en su momento de que sólo la hizo para desnudar a Ana Obregón, que interpreta a Elena Ortúzar Chita, la amante del autor de Cañas y barro, novela que por cierto fue adaptada por Romero Merchant en seis capítulos televisivos durante la Transición, y que supuso el descubrimiento de Victoria Vera (veáse aquí la serie completa). Financiada holgadamente por TVE, la pretensión con Blasco Ibáñez era entregar un producto de calidad indagando en una figura emblemática de la cultura española, con el formato de serie de prestigio, emulando quizá la miniserie Goya, que tanto éxito tuvo en los años ochenta. El resultado es una obra llena de extravagancias, pero que privilegia lo narrativo sobre lo visual, y que probablemente desvela al Berlanga más "académico" y convencional de cuantos se ha colocado detrás de una cámara. Es acaso la mejor expresión de las limitaciones que el formato televisivo impuso a la dinámica del caos que rige su concepción del cine. A través de la televisión se reveló la esencia estrictamente cinematográfica del trabajo berlanguiano, haciendo patente la imposibilidad a la que se enfrentó el cineasta valenciano para trasladar su forma de concebir y orquestar una escena con los códigos de la televisión.