Mecánica psíquica de una pista grabada
He feels like a hunter on the street
Dentro de la elemental soledad de los auriculares, en los límites un tanto agónicos de la sala seca y los paneles de separación acústica, en ese vacío sonoro que transmite una inquietud tan parecida a la sensación de estar volando, el músico espera el momento de su entrada para grabar. Un primer golpe acertado es imprescindible para que la canción siga rodando. Si la entrada es mala, todo vuelve a empezar sin apenas haber comenzado.
Todos sus esfuerzos se afanan ahora en poner la mente en una frecuencia cristalina y sincrónica con lo que tiene que tocar precisamente en ese instante. Evitar la mugre, esas interferencias del ego tan sutiles como el movimiento de alas de un pequeño insecto descolorido, junto con el capricho de cuando se es uno más entre la gente. Busca dentro de sí esa concentración crucial propia del tirador o el atleta, aquello de convertirse en la flecha y la diana, afinar la puntería sin perder la soltura, dejándose llevar, sin dejar de disfrutar con el momento único.
El músico aspira a que cierto tipo de honestidad aflore en los pocos segundos o minutos que durará su intervención y fluya, fantasiosa, junto con la música que suena de fondo, que han edificado los otros (músicos). Que ondule cargada de artificio igual que el río lleva consigo cosas vivas y muertas después de un diluvio. Hay una autopista sensorial en esa búsqueda antinatural de naturalidad, en esa persecución de la gracia, eso es así. Se manifiesta como algo sube por las venas desde las tripas hasta el cerebro y se hace con el espacio interior de uno y entonces se disuelve y hay que volver a empezar a conquistarlo. Hay un sentido a la existencia ahí. Algo que responde a la pregunta "¿Quién soy?"
Afuera, en tierra, a diez mil leguas de distancia de ese fondo submarino, de esa cápsula perdida en el espacio infinito, los demás músicos y el técnico charlan, más o menos atentos a lo que le sucede a él allí dentro, tratando de mantenerse indiferentes y aburridos, ocultando su impaciencia al tipo solitario de ahí adentro, con sus chistes y conversaciones sobre cualquier otro asunto. Alguno tararea la canción que se está grabando, toqueteándola con cualquier instrumento, preparando su turno, su momento alfa y omega, buscando nuevas ideas que antes no se le ocurrieron. Esa es la otra rutina en que se convierte también la grabación de un disco. El proceso de hacer una toma suele parecer mucho más largo de lo que en realidad es. La finalidad, la idea de terminación, existe, pero lo adecuado es que quede fuera de la sala de grabación. Preparar la pista, hacer una toma y otra toma y otra pista y doblar...
En los auriculares, suena la claqueta con los compases de espera, otra cuenta atrás. Es muy raro porque el sonido que ahora eriza la piel de nuestro músico (que incluso llega a provocar una cierta sacudida voluptuosa) se percibe a la vez como algo accidental, instantáneo y efímero que, no obstante, fuera a quedar suspendido en el aire para siempre. No sabemos si en realidad será así (o si, como dicen, los ecos de una sala de grabación acaban por apagarse del todo, absorbidos en forma de energía calorífica por las paredes). Pero, de ser ésta la toma buena, quedará registrada y acaso más tarde acabe siendo un pequeño pedazo de un álbum lanzado al espacio del mundo. Con ello alcanzará cierta forma contemporánea de ingravidez eterna. Sí, es muy raro y no acaba de llegarse a un acuerdo sobre qué ocurre ahí adentro. Lo más plausible es que simplemente se trate de dos tiempos diferentes que se solapan.