La autopsia del partido socialista
El periodista Diego Armario identifica las causas y los culpables del hundimiento del zapaterismo en El PSOE en llamas
17 noviembre, 2011 01:00Detalle de la portada de El PSOE en llamas.
A nadie escapa que la doble legislatura de Zapatero le ha pasado factura tanto a él como a su partido. El periodista Diego Armario, exdirector general de Radio Nacional de España, analiza en El PSOE en llamas los problemas del partido y sus causas, identifica a los culpables de su situación y esboza la ruta que debería seguir en el futuro para renacer de sus cenizas. Por el camino, recoge los testimonios de la vieja guardia del PSOE y de quienes han acompañado a Zapatero en estos ocho años. A continuación les ofrecemos la introducción del libro.Introducción
Analizar la gestión de Rodríguez Zapatero sin emplear algún término que parezca grandilocuente es una tarea difícil porque su paso por la Presidencia del Gobierno de España ha dejado una huella lo suficientemente profunda como para que las palabras vayan más allá de su dimensión semántica y los calificativos no puedan estar ausentes del relato.
Abordo este trabajo con la honesta intención de contar, a través de mis entrevistados y de los análisis que sus comentarios me sugieren, por qué ha caído Zapatero, cuáles han sido las causas que han provocado su derrota y qué consecuencias ha tenido, para el PSOE y para España, una etapa controvertida durante la cual nuestro protagonista intentó cambiar el rumbo de un país y de una organización política centenarios para poner los dos a su medida.
En este libro, aunque relato el comienzo del fin de Zapatero, que cronológicamente se remonta a los últimos doce meses, y la consiguiente lucha por el poder dentro del PSOE, no puedo obviar las causas que explican este fin de ciclo de consecuencias dramáticas. Lo que ha hecho, con quién se ha aliado, cuáles han sido sus apuestas más arriesgadas y de quién se ha acompañado para llevar adelante su programa son elementos imprescindibles para entender lo que le ha ocurrido.
Durante estos años en su gestión ha habido luces y sombras, aunque el balance de lo que piensan los actores políticos y sociales sobre esta etapa tiende a ser crítico y negativo. No he querido recoger en estas páginas lo que piensa y dice la oposición conservadora sobre los gobiernos socialistas de estos años y sobre la personalidad de su presidente, porque no es el objeto de este trabajo. En cambio he acudido a cuantas fuentes de izquierdas han querido responder a mis cuestiones.
El hombre del que hablo en este libro no ha dejado indiferente a nadie, ni siquiera a los suyos, muchos de los cuales han asistido atónitos al devenir de una acción de gobierno, en el plano de la política pura y dura, las alianzas, las decisiones económicas, la gestión de los recursos del Estado y las relaciones internacionales que se distanciaba no ya de algunas referencias tradicionales del PSOE, sino incluso del espíritu con el que hasta ahora se había gobernado en nuestro país a partir de la restauración democrática después de la dictadura.
Las consecuencias de esta etapa de diez años, al menos para el Partido Socialista Obrero Español, van más allá de los resultados electorales que obtenga en las ya inmediatas elecciones generales, porque Rodríguez Zapatero -que se va sin perder ni una sola de las elecciones a las que se ha presentado- le deja a su sucesor el trabajo de administrar un legado muy complicado en un momento en el que se han debilitado no pocas cuadernas del barco socialista.
Sin embargo, es de justicia reconocer que José Luis Rodríguez Zapatero, en algunos de sus aspectos más característicos de hacer política, es heredero de la tradición de sus antecesores. Felipe González, el gran seductor de una generación que anhelaba la democracia, había perdido dos elecciones consecutivas frente a la derecha posfranquista y no estaba por la labor de permitir que siguieran ocupando el banco azul quienes, según él, debían hacerse perdonar su pasado. Por eso tonteó peligrosamente incluso con quienes no eran de fiar, convencido de que derrotar a Adolfo Suárez significaría el comienzo del fin de todas sus desdichas.
Yo escuché de labios de algunos dirigentes de entonces que lo importante era llegar al poder porque una vez instalados en las instituciones podrían hacer lo que nunca se atrevería a realizar la derecha democrática, acomplejada por un pasado del que no todos eran herederos, pero del que no podían despegarse, porque ya se encargaban de mantener esa imagen todos los días los hombres de Felipe González.
Los gobiernos de González, con sus luces y sus sombras, se moderaron en materia de reformas políticas, económicas y sobre todo en política internacional. Felipe y su equipo entendieron que para ser respetados necesitaban codearse con los más reconocidos líderes del mundo y gobernaron con criterios de oportunidad política.
El liderazgo de González suplió su escasa convicción por los principios de la izquierda que decía defender y, dentro de su partido, casi nadie le discutió, porque si hay algo que une en política es el poder y con Felipe se ganaban las elecciones aunque se arrumbasen viejos principios marxistas o simplemente se modulasen los socialdemócratas a conveniencia.
El fin de la era González supuso el término de un periodo que tenía todos los visos de tardar bastante tiempo en recomponerse. Ni Borrell ni Almunia y mucho menos Rodríguez Zapatero, al principio, auguraban un cambio de tendencia en las expectativas electorales del PSOE, un partido resignado a seguir buscando el mirlo blanco que volviese a enamorar a los dos millones de indecisos que, siendo sociológicamente de izquierdas, se tientan la cartera antes que el corazón cuando van a las urnas o deciden quedarse en sus casas.
Pero a veces Dios viene a ver a quienes no creen en Él y esta vez se encarnó en la Santísima Trinidad de la insufrible prepotencia de Aznar, el «No a la guerra» de Iraq y el 11-M, tres elementos que, sumados, constituyeron un cóctel de imprevisibles consecuencias pero de constatables derivaciones políticas.
Hábiles como ellos solos en el manejo de los mensajes para excitar pasiones contra la derecha, los socialistas, y especialmente una de sus cabezas pensantes más lúcidas al tiempo que perversa, Alfredo Pérez Rubalcaba, rentabilizaron con singular eficacia el malestar creado por los atentados de los trenes de Atocha.
A lomos de la confusión la historia hacía coincidir lo improbable con lo increíble y ganaba las elecciones generales un personaje político que había sido elegido por los suyos como opción de descarte para evitar que llegase a dirigir el Partido Socialista José Bono, mucho más teatral, atiborrado de grandes palabras, refranes y frases hechas, pero del que no se fiaban los guerristas porque, entre otras cosas, conocían su afición a cambiar de chaqueta.
Como a caballo regalado se aconseja que el beneficiado no pierda el tiempo en mirarle los dientes, el PSOE celebró no tener que lamentar una nueva y previsible derrota -según las encuestas del momento- e hizo una piña en torno a un inexplorado vencedor con el que estaban equivocados casi todos, incluidos los suyos, excepto algunos de los más cercanos.
Rodríguez Zapatero aprovechó para hacerse un partido y un gobierno a su medida, yo diría que a su nivel, con un equipo de dirigentes de su generación y experiencia que tenían claro que les había llegado su oportunidad. Un tren no es como el cartero, que llama siempre dos veces, y tenían que aprovechar la coyuntura imprimiéndole a todo un sello personal basado en el efecto sorpresa, en la fuerza de la cuota y en la buena venta de la imagen.
Él supo desde el principio que debía ocupar todos los resortes del poder de forma inmediata para no dar margen a la reacción dentro de su partido, sobre todo a quienes aún no se habían dado cuenta de que no estaban invitados a esa ronda. Sólo los que fueron apartados del todo por Zapatero o los que, aburridos, se fueron, han cultivado el cotilleo, las confidencias o las no disimuladas descalificaciones en cuantos foros, tertulias o confidenciales tuvieron acogida. Conducta que, de forma más discreta, también han practicado algunos de quienes fueron sus colaboradores y, pasado no mucho tiempo, sufrieron la indiferencia, el desprecio o el ostracismo del líder.
Estos últimos se han prodigado menos en sus comentarios, ácidos o fruto del despecho, sobre todo porque aunque se sienten en cierta medida víctimas no olvidan que mientras Zapatero les mantuvo fueron corresponsables y cómplices de su política y saben que no está muy bien visto ir llorando por las esquinas cuando te han despedido si no fuiste capaz de hacer un mínimo gesto de protesta cuando disfrutabas de las prebendas del poder.
Este libro se refiere en esencia a los ocho años de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, aunque evidentemente no puede obviar otras etapas que le precedieron para poder explicar de dónde se venía y a dónde él llevó a su partido. De lo que trata este ensayo es de analizar cómo este partido centenario, que ha sobrevivido a una guerra civil de tres años, a un exilio de cuarenta, a casos de corrupción económica, a la guerra sucia de los GAL y a ocho de gobierno de Zapatero, afronta la mayor derrota política de su historia y se enfrenta a la necesidad de reconstruir una organización, sus mensajes, sus señas de identidad y el capital humano que el hoy secretario general del PSOE ha dilapidado por el camino.
La sucesión de acontecimientos dentro del PSOE, con la pérdida del poder autonómico y local, ha sido tan vertiginosa que cada día aparece una nueva noticia, se vislumbra un nuevo movimiento o se sustancia una nueva traición.
Alfredo Pérez Rubalcaba, apoyado por los viejos dinosaurios del socialismo de sus primeros años, es el hombre que manda en el partido y ha decidido en el gobierno desde hace meses. Él es el otro protagonista que, aunque pretende decir que «pasaba por allí» y que no tiene nada que ver con ese presidente que es símbolo de derrota, es el único hombre que siempre ha estado en todo y tiene vocación de seguir estándolo en el futuro. La historia habla por sí misma y los hechos no son objeto de controversia.