El Cultural

Frankenstein

Mary Shelley

20 diciembre, 2013 01:00

Frankenstein. Ilustración de Elena Odriozola

Ilustraciones de Elena Odriozola. Traducción de Francisco Torres Oliver. Nórdica, 2013. 264 páginas, 24'95 euros

¿Por qué nuestros jóvenes deberían elegir Frankenstein como obra imprescindible dentro de su formación lectora? Aunque podríamos citar infinidad de argumentos, tal vez el hecho de que suponga un auténtico descubrimiento para todo el que se asome a sus páginas sea una motivación a tener en cuenta. Muchos creerán conocer el mito a través de las prolíficas versiones cinematográficas -de la clásica estampa de Boris Karloff a la fiel adaptación de Kenneth Branagh- y tanta terrorífica imaginería como se ha generado a su alrededor, pero asombra comprobar cómo la bestia, alumbrada en 1816 por una jovencita escritora de apenas 19 años, no solo tiene una voz propia que la engrandece, sino que se perfila con numerosos matices que conceden humanidad a su figura.

Como es conocido por la mayoría gracias al prólogo de la obra, todo surgió a raíz de un reto entre el matrimonio Shelley, Lord Byron y otros amigos ingleses durante un verano en los alrededores de Ginebra para ver cuál de ellos lograba escribir el más espantoso relato de espectros, tan propios del gusto romántico. Nuestra humilde escritora achaca el éxito de su empresa no solo a las teorías de Darwin sobre la posibilidad de dotar de vida a la materia inerte, sino a que los poetas Shelley y Lord Byron abandonaron sus obras en pro de unas jornadas de excursión alpina, mientras que ella tuvo la paciencia de perseverar en su historia. Fueran estos u otros los motivos, lo cierto es que nos encontramos ante una narración asombrosa que supera con creces la mera novela gótica para adentrarse en los umbrales de la ciencia ficción.

El relato marco, constituido por las cartas del aventurero Robert Walton a su hermana desde su peligrosa expedición en el Ártico nos ubica en medio de un horizonte desolado de hielo y nieve, en el que no cuenta con más compañía que la de los marineros que le acompañan en esta romántica búsqueda de territorios inexplorados. He aquí el contexto de soledad en el que se comprende la importancia de la escritura y el afán del viajero por confiar sus sentimientos al papel, como también se empeñará en transcribir los infortunios del doctor Frankenstein, cuando lo admita como huésped en su barco tras rescatarlo en mitad del Polo. Por ello, conocemos de primera mano la curiosidad científica del joven Frankenstein durante los años de Universidad fuera de casa en los que se deja seducir por las teorías más avanzadas de la Filosofía Natural. De estos balbuceos iniciales a la obsesiva fiebre por conseguir infiltrar vida a un gigantesco cuerpo reconstruido a partir de cadáveres -cual moderno Prometeo-, solo median unos meses de concienzudo estudio. Pero el aspecto repulsivo de su criatura se le hará insoportable, e irresponsablemente, confiesa haberla abandonado a su suerte. Poco después, sabemos de los asesinatos perpetrados por la bestia y del terrible sentimiento de culpa del científico por haberla traído al mundo, como "un dios finito e imperfecto en guerra con su creación", según palabras de Joyce Carol Oates. Sin embargo, Mary Shelley logra invertir los papeles cuando, rodeados por el majestuoso paisaje de los Alpes, propicia el encuentro entre el creador y su criatura, a la que ahora cede la palabra.

En este momento nos adentramos en uno de los pasajes más afortunados de la obra, al poner frente al lector a una bestia profundamente humana que recuerda, mediante el más racional de los discursos, el desamparo de los primeros instantes cuando la luz, el frío o el hambre le oprimían como al niño recién nacido. Muy insensible habría de ser el lector para no admirar sus firmes esfuerzos por ir descubriendo el mundo y su lenguaje, o sencillamente, conmoverse cuando es vilipendiado por todo el que tropieza en su camino. Su discurso, pues, alcanza tintes casi metafísicos al lamentarse de que ni un nombre que lo individualice pudo recibir de aquel mísero padre, o cuando -con reconocidos ecos del Paraíso perdido de Milton-, se confiesa el más desdichado de los seres vivientes, y cuestiona su propia identidad al igual que hicieran otros mitos literarios como Don Quijote, Segismundo o Hamlet. Sin embargo, a diferencia de otros célebres malvados de la literatura (Drácula, Mr. Hyde...), para el monstruo engendrado por Frankenstein el mal no es algo intrínseco sino que le ha venido determinado por circunstancias adversas. No es de extrañar entonces, que la criatura se rebele y le reclame a su creador una compañera de su misma especie como condición para desaparecer a los confines del mundo.

El miedo a estar generando una nueva estirpe de demonios sustenta la negativa final del atormentado Frankenstein, provocando la ira de la bestia contra el autor de sus días y el resto de la especie humana. A partir de este desencuentro y de la aparición de otras víctimas colaterales se desatará una dinámica enfermiza, que oscila entre el amor y el odio, por la que el científico y su criatura se persiguen mutuamente, hasta que regresamos al escenario del Ártico donde la muerte disolverá las ligaduras que encadenaban sus destinos.

No podemos cerrar esta reflexión sobre Frankenstein sin detenernos en la particular mirada de Elena Odriozola a través de los dibujos que complementan esta elegante edición de la obra. En ellos, la ilustradora donostiarra identifica la figura del creador con la de una mujer embarazada deambulando por las distintas escenas de un oscuro e inquietante teatrillo, a la espera de alumbrar una criatura incierta que, ante la indiferencia materna cuando solo es un niño, terminará apresándola por la espalda.

Una original visión que sin duda enriquece el texto clásico, y parece invitarnos a que cada uno levante con su propia lectura un universo único e imperecedero.