Félix Ardanaz
La Viena desde la que Gustav Klimt desafió al mundo
2 julio, 2016 02:00Friso de Beethoven (1902), de Gustav Klimt
Son viajes ideales, viajes soñados, pero esta vez desde la ficción. Porque viajar es también un placer cuando se hace desde las páginas de un libro, la imagen sugerente de un cuadro, una fotografía, desde la butaca de un cine. Y así, nos vamos al Nueva York de Paul Auster, al Sáhara de El paciente inglés, al Cape Cod de Edward Hopper...
Gustav Klimt escandalizaba a la Viena conservadora de esa época vistiendo como un mendigo y con una temática pictórica que rozaba los límites de lo moralmente correcto. Rompió además con todos los cánones posibles de la tradición occidental (incluida, por supuesto, la noción de perspectiva). Sus cuadros idealizan a la mujer, su temática ornamental y los motivos dorados nos remiten sin duda al arte bizantino del pasado, y la sensualidad que respiran todas y cada una de sus obras son sus sellos de identidad. Las pinturas de Klimt me transportan al pasado. Toda mi casa está llena de sus cuadros. Contemplando sus obras, no puedo dejar de pensar que todos los genios han sido unos anti-sistema.
Hoy en día vivo en Viena y, cuando paseo por el centro, no puedo evitar preguntarme qué habría pensado Klimt al contemplar sus sublimes obras impresas en tazas y en alfombrillas para el ordenador. Así es la historia: las capitales culturales del mundo pueden convertirse en un siglo en la apoteosis de lo kitsch. Así es el mundo: todos los imperios caen. Viena es hoy sólo el espejismo de lo que un día fue: aquella ciudad que vio crecer a los compositores más grandes de la historia occidental.