La nieve filosofal de Yves Bonnefoy
Yves Bonnefoy
Crítico, ensayista y traductor, el gran poeta francés ha muerto en París a los 93 años. Su nombre sonó en repetidas ocasiones como candidato al Nobel y fue el primer escritor francés en obtener, en 2013, el premio FIL de Literatura en Lenguas Romances que otorga la Feria de Guadalajara.
Como poeta, Bonnefoy fue también más de un poeta. Su obra es la de un carpintero de la poesía; si bien se mantiene siempre el núcleo de sus intenciones, el viaje que va desde sus primeras obras, como Del movimiento y de la inmovilidad de Douve (1953) a las últimas, como La larga cadena del ancla, es un viaje hacia la claridad de un lenguaje que se hace más sencillo -solo en apariencia- para decir más.
Si hubiera que resumirle en un libro, ese sería probablemente Principio y fin de la nieve, publicado en 1991 y traducido al español de forma magistral por Jesús Munárriz apenas un par de años después. En sus páginas encontramos toda la capacidad de Bonnefoy para convertir el poema en un espacio multidimensional e hipersensible. No es que en sus páginas nieve; es que lo hace de una forma que jamás será capaz de imitar la naturaleza, que es sin mirada. Bonnefoy multiplica la suya para ser nieve filosofal con el lector:
Temprano, esta mañana, la primera nevada. El ocre, el verde
se refugian debajo de los árboles.
La segunda, a las doce. Del color
solo quedan
las agujas de pino
que caen, también ellas, más tupidas a ratos que la nieve.
Luego, de atardecida,
el astil de la luz se inmoviliza,
las sombras y los sueños tienen el mismo peso.
Solo un poco de viento
escribe una palabra con la punta del pie
fuera del mundo.
Bonnefoy tiene una mirada que entiende que la belleza es rara siempre aunque pocas veces extravagante, y que es así porque siempre nos descubre algo de nosotros mismos, o no sería tal belleza. La belleza solo es tal si enciende nuestra imaginación. Eso lo entendió tanto como poeta como en su vertiente de ensayista, autor de tantos libros importantes sobre arte y poesía.
Querría acabar, como ejemplo, citando un brevísimo ensayo titulado El nombre del rey de Asine, traducido al español por el poeta Arturo Carrera para la editorial Huesos de Jibia de Buenos Aires. En ese ensayo, Bonnefoy comenta uno de los poemas esenciales del poeta griego Yorgos Seferis, rey mítico y fantasmagórico del que apenas se conservan unos pocos vestigios arqueológicos y una escueta mención de cuatro sílabas en el catálogo de naves de la Ilíada. Escribe Bonnefoy:
"Un verdadero poema no es la constatación, que no sería entonces filosófica, de un pensamiento controlado y tenido como esencial. Es más bien haber alcanzado un lugar del espíritu tan central, que demasiados caminos parten de él para que la exploración sea posible en la escritura misma; y le corresponde al lector, amigo del texto, visitar esas virtualidades, del seno de las cuales lo que parecía conclusión puede aparecer de pronto como un momento en una experiencia más compleja".
Poeta sin moraleja, esa es la enseñanza que nos deja la poesía del enorme Yves Bonnefoy: el poema nunca acaba porque es solo un momento del camino, un momento que es tiempo detenido y andante a la vez, estado de ánimo y clima, filosofía e instinto, aroma y música de una existencia que importa menos entender que percibir como una experiencia lo más completa y compleja posible.
@martinlopezvega